Para las mayorías de los ciudadanos inmersos en las actividades políticas, el Estado dominicano representa un salvoconducto, un privilegio extendido por una autoridad que permite al portador viajar libremente y sin riesgo por un lugar determinado, una libertad para hacer algo sin temer un castigo.
Conciben los fondos estatales como un botín de guerra, como la salvación a las precarias situaciones económicas y sociales que padecen desde que nacieron.
Conocedores de que desde un importante cargo público podrían cambiar de estatus social, buscan la forma de colarse como candidatos para una posición electoral tomando como trinchera un partido político.
Se aspira primero a una regiduría para obtener notoriedad pública en su entorno barrial. Eso les permite aprender a cabildear dinero a través de la aprobación de proyectos comunitarios promovidos por emporios financieros insaciables.
Luego, aspirarán a pasar a otro peldaño más importante, en este caso a la alcaldía. Un alcalde es una figura política de alto relieve, la máxima autoridad gubernativa en un municipio, como si se tratara de un presidente de la República. Maneja un presupuesto millonario y toma decisiones sin aparente supervisión.
Agotado el período de ese mandato, aspirarán a una banca en el Congreso Nacional, diputado o senador, si es que no optan por una reelección como alcalde. Ya sabemos cómo funcionan los legisladores y los privilegios que obtienen.
Para escalar a esos privilegios, hay que tener un presupuesto financiero sustentable. Los aspirantes de precarios recursos (entre estos los de clase media) deben buscar mucho dinero para inscribir las candidaturas en sus organizaciones políticas y tener suficientes reservas para cubrir las campañas electorales.
¿De dónde sacan el dinero para esas campañas, si son unos indigentes? Es posible (es lo que se comenta) que acudan a otros sectores para solventar esas costosas actividades, de ahí que tengan que aceptar bondadosos aportes económicos de individuos vinculados al trasiego de sustancias ilícitas. De lo contrario, no podrían competir para ganar.
Naturalmente, eso no sucede con los candidatos que tienen posiciones económicas de antaño, pero tienen la ventaja de que reciben el respaldo del sector empresarial, aportes que dependen del partido político que representan y de las posibilidades de triunfo. Los empresarios no ayudan a los candidatos ni a los partidos, si no ven posibilidades de obtener ganancias en el futuro.
Los gastos de campañas se compensan si tienen la suerte de llegar al poder. Si así ocurriese, lidiarán para que los nombren en un ministerio, una superintendencia o una dirección general que maneje altos presupuestos.
Esa es la oportunidad que se presenta de recuperar las finanzas invertidas en las jornadas proselitistas y lo hará acumulando fortunas para las próximas elecciones mediante el robo, fraudes y otras apestosas patrañas, habida cuentas de que no seleccionados castigados.
En esas repudiadas prácticas se han enriquecido funcionarios, familiares, proveedores amigos y otras personas.
Alegra saber las detenciones practicadas por el Ministerio Público a exfuncionarios del gobierno anterior y sus testaferros. Se manda un claro mensaje a los funcionarios que hoy ocupan posiciones importantes en las instituciones públicas de que deben trabajar con transparencia, no robar y cumplir con las obligaciones propias de su investidura.
Al menos, vemos las buenas intenciones del presidente Luis Abinader de frenar la corrupción administrativa. Se ha dado un paso importante que debe continuar en los futuros gobiernos. Es una legítima aspiración del pueblo de acabar con los ladrones de fondos públicos.
Espero que también desaparezca la tradición de nombrar familiares (hijos, cuñados, suegros, tíos) en las dependencias oficiales, una conducta repudiable de repartirse las arcas gubernamentales mientras las mayorías de la población reclaman empleos.
Lo cierto es que el nepotismo aún prevalece en todos los gobiernos y debe erradicarse como premisa para depurar las dependencias gubernamentales.
Por igual, deben cesar los injustificados despidos masivos de empleados, que ocurren cuando un nuevo partido político asciende al gobierno. Es un viacrucis de larga insoportable data que debe acabar.
Lo ideal sería crear más empleos, no cesantear a los servidores por razones para sustituirlos inmediatamente por otros militantes del partido que gane las elecciones generales. Son individuos que merecen mantener esos trabajos para poder cumplir con las responsabilidades familiares, independientemente de las ideologías políticas que profesen.
De esa forma no se resuelve el problema del desempleo, sino que agrava la situación a los que son destituidos.