Análisis de Mario Osava
RÍO DE JANEIRO, 8 Ene 2021 (IPS) – “República bananera” fue la descalificación con que muchos compararon el asalto al Capitolio, el 6 de enero en Washington, de huestes azuzadas por el saliente presidente Donald Trump, a lo que suele ocurrir en América Latina. Pero es distinto y la diferencia son los militares.
La extrema derecha latinoamericana, en general, depende de las Fuerzas Armadas, y en algunos casos también gobernantes considerados de izquierda. Los pequeños grupos y partidos ultraderechistas suelen incitar la intervención militar como forma de alcanzar sus objetivos. No invadirían el Congreso legislativo con civiles, sino con tropas.
En Brasil, el presidente Jair Bolsonaro, un excapitán del Ejército, llegó al poder por vía electoral, gracias a la popularidad castrense y la nostalgia del “Brasil Grande” de la dictadura militar (1964-1985), tras el colapso del proceso de redemocratización y de la izquierda, sumidos en escándalos de corrupción y la recesión económica.
Ante las cortapisas democráticas a un gobierno con ambiciones autoritarias, Bolsonaro y sus seguidores promovieron en 2020 varias manifestaciones en que convocaban los militares a cerrar el Congreso Nacional y el Supremo Tribunal Federal, acusados de bloquear los planes del gobierno.
En El Salvador, el presidente Nayib Bukele ocupó la Asamblea Legislativa el 9 de febrero de 2020 con militares armados de guerra, para forzar los legisladores a aprobar un préstamo de 109 millones de dólares del Banco Centroamericano de Integración Económica para modernizar las fuerzas de seguridad. Sin éxito, ante la gran mayoría opositora en el unicameral parlamento.
Los frecuentes golpes de Estado protagonizados por militares en el siglo XX escasearon las últimas décadas en América Latina, pero los cuarteles siguen influyentes en la política de varios países y son en algunos decisivos, como en Brasil y Venezuela.
En Bolivia, que ostenta el récord de golpes militares, el expresidente Evo Morales fue forzado a renunciar tras su controversial tercera reelección, en noviembre de 2019. Atendió a una “recomendación” de las Fuerzas Armadas ante la crisis provocada por acusaciones de fraude electoral que no se confirmaron. Muchos analistas definen el hecho como un golpe de Estado de nuevo cuño.
Los países centroamericanos, a excepción de Costa Rica y Panamá, que abolieron sus ejércitos, viven bajo gobiernos con fuerte presencia castrense, en una especie de regresión a la militarización de las últimas décadas del siglo pasado, marcadas por luchas guerrilleras, especialmente en El Salvador y Nicaragua.
El combate a la expansión de las bandas criminales justificó esa “remilitarización” en América Central y en algunos países sudamericanos.
En Colombia más de 50 años conflictos armados, aún sin pacificación completa y entre variados actores, como militares, guerrilla, narcotráfico y paramilitares, no permiten olvidar los hombres armados y su peso en la política nacional.
También Perú, por otras vías y procesos, tiene Fuerzas Armadas como una amenaza siempre presente. El 5 de abril de 1992, desplegaron sus tanques y hombres en las calles para disolver el Congreso y concentrar los poderes en manos del entonces presidente Alberto Fujimori que, con amplio apoyo popular, reorganizó los demás poderes a su gusto, en un ejemplo de autogolpe.
El Congreso obstruía las legislaciones indispensables al combate a la insurgencia de la guerrilla Sendero Luminoso y a la recuperación económica, arguyó Fujimori.
Era otro el contexto, pero este siglo no han desaparecido los objetivos de los gobernantes de someter a los demás poderes al Ejecutivo, como gritaban los devotos de Bolsonaro, hasta junio de 2020, cuando la detención de un policía militar retirado, testigo de posibles actos de corrupción de la familia del presidente, enfrió los ánimos golpistas.
En países como Bolivia, Nicaragua o Venezuela –donde desde 1999 pasó a gobernar el país un miliar autodenominado de izquierda, Hugo Chávez, y su sucesor Nicolás Maduro- los presidentes retorcieron leyes y constituciones para perpetuarse en el poder.
Ahora la pandemia de covid-19 refuerza la tendencia de remilitarización desde el año pasado.
En El Salvador, por citar un ejemplo, la Corte Suprema tuvo que ordenar al gobierno suspender las “detenciones arbitrarias”, después que los militares y policías encerraron en Centros de Contención a miles de personas acusadas de infringir el aislamiento social para evitar el contagio. Bukele anunció que no acataría el dictamen.
El Ministerio de Salud brasileño tiene como titular, desde mayo, un general aún activo en el Ejército, Eduardo Pazuello, que nombró como auxiliares a más de 20 militares, la mayoría sin experiencia en medicina.
Es en Brasil que el mal ejemplo de Trump, al atribuir su derrota a fraudes e inducir a la toma violenta de la sede del Poder Legislativo de Estados Unidos, puede repetirse y de forma más trágica.
Bolsonaro discrepó de otros jefes de Estado que condenaron la acción antidemocrática y violenta de las hordas trumpistas. Atribuyó la invasión a la irritación contra el fraude electoral. “Hubo gente que votó tres o cuatro veces, muertos votaron, fue una fiesta”, dijo, en una reiteración de lo que dice Trump.
Fraudes también hubo en las elecciones de 2018 en que él triunfó y son “inevitables y masivos” en la votación electrónica, insiste el presidente reiteradamente. Brasil emplea las urnas electrónicas desde 1996 y nunca se comprobaron irregularidades.
Su prédica constante, así como la de Trump, busca desacreditar el sistema democrático que presiden y en particular las elecciones, no importan las evidencias ni sus propias contradicciones. Bolsonaro defiende el voto impreso para evitar fraudes, pero asegura que los hubo en la votación estadounidense que si es impresa y donde hay tantas normas comiciales como estados del país.
Además él ya triunfó, con sufragios crecientes, en seis elecciones digitales desde 1998, cinco veces para diputado y en 2018, cuando se ganó la presidencia.
Si en las elecciones de 2022 solo se emplea el voto electrónico, sin el voto impreso, “una manera de auditar la votación, tendremos un problema peor que en Estados Unidos”, amenazó Bolsonaro, en un diálogo con sus adeptos a la puerta.
El mandatario ultraderechista no aclaró las consecuencias, pero en los antecedentes hacen temer confrontaciones de mucha gente armada. “Peor” significaría más de los cuatro o cinco muertos y decenas de heridos en Washington el 6 de enero, coherente con la tradición de la extrema derecha en Brasil de fomentar golpes militares.
Además de líder político de los hombres armados del país, Bolsonaro cultiva su fidelidad con tenacidad.
Tiene cuatro generales retirados del Ejército en el núcleo central de su gobierno y privilegia a los combatientes con aumentos salariales, visitas frecuentes a los cuarteles, legislaciones que exentan de culpa a los que provocan muertes en operaciones policiales y recursos para proyectos de defensa, mientras los civiles sufren la austeridad fiscal.
La policía brasileña es una de las que más mata en el mundo. En 2019 respondió por 6357 asesinatos, 13,3 por ciento del total de 47 773 muertes violentas intencionales ocurridas en el país, según el Foro Brasileño de Seguridad Pública.
El aumento de los homicidios practicados por policiales aumentó tres por ciento de 2018 a 2019 y dobló para seis por ciento en el primer semestre de 2020. Por lo menos parte de ese aumento se debe a la política de Bolsonaro que facilita la compra de armas por la población y estimula acciones letales de la policía, según especialistas.
La policía, en su mayor parte, no es un cuerpo centralizado. Son fuerzas de los 26 estados brasileños, por lo tanto, teóricamente bajo jefatura de los gobernadores. Pero se sabe que Bolsonaro ejerce sobre ellas un liderazgo que permite movilizarlas sin las condicionantes de la estricta jerarquía de las Fuerzas Armadas.
Además el presidente trata de “armar el pueblo”, adoptó varias medidas que amplían las ventas de armas sin control. Eso fomenta las milicias, grupos parapoliciales que ya dominan decenas de barrios en Río de Janeiro y se expanden por Brasil.
En eso también imita a Estados Unidos, el paraíso de las armas. Pero allá como acá, la extrema derecha derrotada y las milicias pueden derivar en una gran ola de terrorismo, un riesgo del trumpismo frustrado en un país donde se asesinó a cuatro de sus 45 presidentes, nueve por ciento del total.
ED: EG
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