La República Dominicana, a no dudar, está hoy en marcha segura y sostenida hacia la superación de la crisis sanitaria, la recuperación económica, la consolidación de la democracia y el despegue hacía horizontes de progreso y bienestar generales que hasta hace poco solo podían ser avizorados como ejercicios oníricos de una imaginación enfebrecida.
Y es que ahora, al impulso de una firme voluntad política que emana del Palacio Nacional, el país está yugulando la desesperanza y la impotencia a las que nos habían aherrojado más de tres lustros de gobierno peledeísta con su onerosa carga de corrupción, nepotismo, ineficiencia e impunidad: el pasado gris empieza a otearse lejano, el presente se aclara providencialmente y el futuro luce rutilante y promisorio.
No ha habido simplemente un cambio de gobierno o de primer mandatario, sino que se ha iniciado una etapa nueva y esperanzadora de nuestra historia: la que ha quedado patentizada en las ejecutorias gubernamentales de los últimos seis meses y ha sido solemnemente ratificada en el discurso que este sábado pronunció ante la Asamblea Nacional el presidente Luis Abinader confirmando que recorremos un derrotero colectivo inédito al amparo de un enfoque plural y novedoso sobre la realidad contemporánea y el destino de la nación.
La insistencia no es ociosa: es la inspiradora visión de un verdadero estadista, pues el presidente Abinader, más allá de toda valoración político-partidaria, ha sorprendido agradablemente tanto a prosélitos como a desafectos por una razón nodal: sus acciones como gobernante han entrañado una consumación inequívoca de la nueva forma de gobernar que postuló durante su época de líder opositor.
En ese sentido, lo primero que tiene que identificar cualquier evaluación sería del medio año inicial de la presente administración es lo evidente: a diferencia de lo que ocurría en el pasado reciente, hoy el país dispone de un mandatario verdaderamente laborioso y sensible, como lo demuestran sus largas jornadas de trabajo cotidiano y su actitud expectante frente a los problemas de la gente.
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Una segunda virtud del accionar de Abinader reside en que es la primera vez en muchos años que los dominicanos sentimos que tenemos un presidente que se empeña personalmente en convertir en realidades operantes las ideas y los proyectos (tantas veces calificadas de demagógicos o no viables por sus contendientes) que presentó al electorado durante los días tumultuosos de campaña.
Más aún: ningún observador objetivo puede discutir o ignorar que, con sus logros y realizaciones hasta hoy, ya Abinader ha salvado con creces los rocosos bordes del discurso y la retórica de nuestro antaño de partidarismo falsario, y prácticamente venciendo el escepticismo ancestral de una parte de la población en estos menesteres, cada día supera con medidas puntuales y ejercicios tangibles sus propias apuestas programáticas de la víspera comicial.
(Ciertamente, Abinader postuló un cambio de estilo de gobierno, y lo ha cumplido; se comprometió a encarar firmemente la crisis sanitaria, y lo ha hecho; ofertó iniciar el proceso de recuperación de nuestra economía (y en especial del turismo), y esto está en tránsito; anunció un ministerio público independiente, y ahí están los nombramientos y las acciones; dijo que combatiría firmemente la corrupción y promovería la transparencia gubernamental, y los ejemplos están a la vista; aseguró que estaría alerta y vigilante frente a posibles desafueros de sus propios funcionarios, y lo ha estado haciendo; y planteó que gobernaría con lo mejor del PRM y de la sociedad, y ahí está la muestra, en el calificado perfil del funcionariado).
En fin: como se recordará, siendo candidato Abinader le prometió al país que sería un presidente sencillo, directo, cercano a la gente, dinámico, productivo, humano, moderado, solidario, transparente y honesto, y nadie, absolutamente nadie puede negar que ha sido así, y que incluso, como ya se sugirió, ha desbordado positivamente las expectativas que había creado para sí y para los demás.
Por supuesto, aún con ese bonancible panorama general de cumplimientos y conquistas, todavía hay muchas cosas que quedan por hacer, pues se trata de una gestión joven y con una personería histórica en trance de desarrollo que, por añadidura, heredó un Estado secuestrado e instrumentalizado por un partido clientelista y nihilista que lo saqueó y envileció durante más de tres lustros (y a la grupa del cual se enseñoreó un equipo partidista y pseudoempresarial cuyas actuaciones estuvieron siempre bordeando las fronteras entre la vulgar politiquería y la conducta francamente patibularia), por lo que las tareas pendientes no son pocas.
En tal orden de ideas, obviamente sería una deshonestidad cerrar los ojos ante algo notorio e inquietante dentro de ese escenario general de luces: que en las interioridades del PRM y entre los aliados electorales de éste hay en la actualidad focos de justificada impaciencia ante la lentitud de las designaciones en los puestos gubernamentales a los que tienen derecho, no como despojo de guerra sino como reconocimiento a la lealtad y a la competencia político-administrativa, en tanto fuerzas victoriosas de la pasada contienda electoral.
Como se sabe, empero, esa lentitud ha estado ajena a los deseos y el interés tanto del presidente Abinader como de sus compañeros de gestión gubernamental, puesto que ha sido hija de los amarres legales e ilegales hechos por el peledeísmo -con premeditación, asechanza y mala fe- durante diez y seis años de administración continua, voraz y atiborrada de perversiones y aberraciones institucionales.
La reiteración, de todas formas, procede: al margen de esa lamentable incidencia, para cuya pronta solución trabajan intensamente tanto el presidente Abinader como sus principales colaboradores, nadie en estos momentos alberga escepticismo (ni dentro ni fuera de las falanges políticas que le sirvieron de sustento electoral) en cuanto a que los dominicanos nos estamos gastando el lujo de tener un inquilino palaciego que está haciendo, con particular efectividad y deslumbrante brillantez, su “tarea” como supremo gerente del Estado y máximo conductor político de la sociedad.
Y ese aserto, que en términos prácticos ha implicado la negación y la superación de los viejos y desprestigiados esquemas de la figura ejecutiva en el país, es el que ha hecho posible que la esperanza haya retornado al alma de los ciudadanos de hoy, y que casi todos (es decir, votantes y no votantes de la opción presidencial del PRM y sus aliados, con las normales y nimias excepciones que orienta la politiquería) estemos contestes en una sencilla pero vigorosa e irreductible razón de conciencia: el presidente Abinader merece y tiene toda nuestra confianza y nuestro apoyo.
Y es que, por encima de cualquier tropiezo momentáneo o escollo estructural que el gobierno esté encarando actualmente a resultas -como ya se dijo- de los desmanes del luengo y amoral régimen peledeísta, está claro como el agua que en el país se ha estado imponiendo la nueva e inspiradora visión de un estadista dinámico, confiable, transparente y moderno que guía a la nación por sendas nunca transitadas de reforma progresista e institucionalización democrática.
No hay duda, señores: ¡estamos cambiando y, con Luis Abinader en el timón del Estado, vamos bien, muy bien!
(*) El autor es abogado y politólogo