La interrupción de la cadena de producción, impensable en el mundo desarrollado hace unos meses, nos abre un panorama incierto para cuantificar las pérdidas económicas. Esta dramática situación debiera hacernos reconsiderar los postulados de los padres de la economía clásica.
Por María Lorca Susino
MIAMI, 3 mar 2021 (IPS) – En el comienzo de la revolución industrial Adam Smith defendía que la división del trabajo, la especialización laboral y la oferta de nuevos productos de consumo se impuso por la necesidad innata del hombre a la permuta. El padre de la economía defendía que, el progresivo intercambio en el comercio internacional debería ser libre propiciando la ventaja absoluta en el intercambio.
La matización de David Ricardo (1827) acerca del concepto de plusvalía y ventajas competitivas han sido el gozne sobre los que han gravitado desde entonces las fundamentales teorías económicas por las que se ha regido el comercio capitalista internacional.
Desde que la Organización Mundial de la Salud (OMS) denominó en febrero del 2020 como covid-19 a la enfermedad respiratoria aguda provocada por el nuevo coronavirus, las estructuras económicas, políticas y sociales están siendo objeto de revisión.
El fuerte impacto en el consumo, la extrema volatilidad en el mercado de valores, y el desplome de la capitalización de las empresas cotizadas presentan un panorama de gran inquietud.
La autora, María Lorca Susino
El coronavirus nos ha cambiado la vida y el paradigma en que nos movíamos hace solo unos meses. La covid nos ha obligado a reorganizar las relaciones laborales a la distancia gracias al teletrabajo, allí donde la tecnología lo permite.
La interrupción de la cadena de producción, impensable en el mundo desarrollado hace unos meses, nos abre un panorama incierto para cuantificar las pérdidas económicas. Esta dramática situación debiera hacernos reconsiderar los postulados de los padres de la economía clásica.
Adam Smith afirmaba un absoluto liberalismo en la economía bajo el presupuesto de que las economías respondían a un cierto orden natural, donde los diferentes agentes económicos actuaban siguiendo su propio interés.
Un sistema conflictual de intereses económicos contrapuestos.
Smith confiaba que su aportación más original, que denominó la mano invisible, tenía la virtualidad de autoajustar, espontáneamente, las diferentes variables entre intereses enfrentados que acabarían en equilibrio, pero sin valorar el coste ni la consecución de este.
Siguiendo este esquema, el mundo económico se ha visto enfrentado a desequilibrios cíclicos, recesiones, colapsos, y posteriores debates teóricos sobre cómo evitarlos, ya sea introduciendo reformas o mediante el cambio radical del sistema.
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Para resolver la vulnerabilidad en que se mueven los sistemas globales el laureado John F. Nash nos ofrece llegar a otro equilibrio económico.
Hasta la irrupción en el mundo de la covid, todos los gobiernos y empresas han actuado egoístamente siguiendo a los padres de la economía y convirtiendo a China, en los últimos años, en la fábrica del mundo, sin preguntarse los riesgos de tan alta dependencia.
El equilibrio de NASH propugna otro tipo de acuerdo entre los participantes, quizás menos eficiente en términos económicos, pero que podría evitar efectos sociales, económicos y políticos en el caso de suspensión o ruptura de la cadena de producción.
En el siglo XXI, la búsqueda de beneficios empresariales ha trasladado la industria de las manufacturas de los países desarrollados—con altos costes y estándares laborales—a países “periféricos” para suplir al mundo de productos manufacturados aprovechando sus ventajas competitivas, basadas en la precariedad laboral y legal.
La covid ha sido un punto crítico que ha afectado no solo las cadenas de producción y suministro de bienes esenciales, sino también el cierre de miles de pequeñas y medianas empresas con un negativo impacto social y laboral.
Las teorías de Smith y Ricardo han sido el motor para el desarrollo económico y la mejora del nivel de vida mundial. Pero la actual pandemia nos está obligando a recordar que una mente prodigiosa nos planteó una forma diferente de actuar.
Los países desarrollados debieran repensar su opción de desinvertir en los países periféricos y recapitalizar los suyos propios. La reinversión en el trabajo nacional, entendiendo que la hiperproducción desbocada en base a una economía basada en la explotación intensiva de la energía no es saludable para el planeta.
En el siglo XXI hay que optar por un cambio de mentalidad hacia un capitalismo colaborativo (Clark, Emerson, Thornley, 2014) en el que el impacto social y medioambiental se mida con la misma preferencia que los resultados financieros.
Este artículo fue publicado originalmente en www.ipsnoticias.net