Dictadura, en realidad, hubo en la RD de Trujillo o en el Chile de Pinochet: sin elecciones competitivas, sin partidos, sin prensa no gubernamental, con las libertades conculcadas y sin derecho a la manifestación pública de los ciudadanos.
Desde hace tiempo, la visión del autor de estas líneas sobre la situación de Venezuela difiere de la de la mayoría de los analistas y observadores (léase bien: no se habla aquí de apologistas de oficio ni de censores a sueldo, pues las opiniones de éstos son meros ecos de intereses conocidos y, por lo tanto, no merecen beligerancia intelectual): es una perspectiva de espejos rotos.

Lo primero es lo evidente: más allá de toda consideración geopolítica o de orden interno, el modelo poschavista de Maduro ya no es viable ni histórica ni coyunturalmente. Su debacle, al margen de las causas, es innegable, y asumir su defensa pura y simple, como lo hacen en estos momentos algunos amigos de orientación progresista, es desacreditar esta última causa, pues la presenta como lo que no es ni debería ser nunca: una opción de sectarios apegados al poder y caracterizada por la incompetencia y la descomposición ética.
La inviabilidad actual de ese modelo lo demuestra, de un lado, el hecho de que no ha podido controlar los principales indicadores de crisis (corrupción, inestabilidad política, devaluación de la moneda, precios volátiles, desabastecimiento médico-alimentario, delincuencia común rampante, totalitarismo en ascenso, etcétera); y del otro, que una parte importante de la población (no se sabe si mayoritaria o no, porque no hay modo de hacer una medición objetiva y desapasionada) lo repudia y lo encara en las calles, con y sin el concurso de los partidos de la oposición.
El origen de esa inviabilidad es múltiple, si descontamos las habladurías difundidas por las partes encontradas: el manejo politiquero e irresponsable de la economía y las finanzas públicas desde las postrimerías de la segunda elección de Chávez (criticado por sus asesores originales), la putrefacción cupular, la brutal caída de la cotización y de la industria misma del petróleo, la guerra de mercado interno patrocinada por los grandes empresarios (junto a los gestores del dinero y la antigua farándula mediática), y el bloqueo mercantil y financiero de los Estados Unidos y algunos de sus asociados.
Por supuesto, eso no significa que haya que creer la conseja, nacida y engordada en las riberas del Potomac, de que en Venezuela hay una dictadura. Se trata de un cuento viejísimo y apócrifo, usado en múltiples épocas y latitudes para derribar gobiernos que adversan los intereses económicos y políticos de la gran nación del Norte y sus pares. Esta píldora sólo la pueden tragar los que no conocen la Historia o los que son presas fáciles de las campañas mediáticas de desinformación tan en boga en estos tiempos de cultura de Internet.
Y es que no puede haber dictadura en un país donde los partidos existen y actúan (aún con precariedades), la mayoría de los periódicos sale todos los días y muchos tienen una línea abiertamente antigubernamental (el que lo quiera comprobar que busque en la red las ediciones originales de El Universal, El Nacional o Tal Cual), las emisoras de radio y televisión transmiten libremente (también unas a favor y otras en contra del gobierno), y la gente sale a las calles a manifestarse aunque sea reprimida por las fuerzas policiales (lo que ocurre en cualquier democracia, si no se dispone de permiso oficial).
Dictadura, en realidad, hubo en la RD de Trujillo o en el Chile de Pinochet: sin elecciones competitivas, sin partidos, sin prensa no gubernamental, con las libertades conculcadas y sin derecho a la manifestación pública de los ciudadanos. Y la hay actualmente en China, Arabia Saudita, Kuwait, Emiratos Árabes Unidos (Dubái y sus 6 restantes “hermanos” federados) o Corea del Norte. Pero en estos casos, con la excepción recurrente de la última y a veces de la primera, desde la ribera del Potomac nunca se dijo ni se ha dicho nada de ellos porque sus gobiernos eran o son sus socios o aliados…Es decir, lo consabido: una cosa es con guitarra y otra con violín.
Si nos atenemos estrictamente a la verdad, el de Venezuela es un régimen populista de izquierda retórica con inclinaciones autoritarias, y lo es desde la segunda elección de Chávez, puesto que éste y su equipo emergente tenían esas propensiones por razones de formación: unos eran militares y otros izquierdistas o exizquierdistas autoritarios. No es en absoluto, por ejemplo, un gobierno parecido al de Allende en Chile. Y aunque pretende pintarse como similar al de Cuba, es más bien un régimen un poco parecido al de Velasco Alvarado del Perú en el siglo pasado (bonapartismo progresista) y al de Perón en Argentina (populismo antioligárquico ladino e impúdico).
El gobierno de Maduro pudiera ser legal, pero no es legítimo, pues salió de unas elecciones convocadas con base en una interpretación interesada y discutible de la Constitución (que instaló una Constituyente primero por designación y, luego, por elección popular restringida) y realizadas taimadamente en momentos en que la oposición estaba dividida y dispersa, aunque con una participación parcial de ésta (muchos partidos y tres grandes candidatos). Ergo: esas elecciones fueron un acto de “tigueraje” político de Maduro y su equipo, aprovechándose de que la oposición se disgregó por las ambiciones desmedidas de sus líderes.
Por otra parte, la juramentación de Guaidó como “Encargado de la presidencia” fue ilegal e ilegítima, puesto que se basó en una interpretación también interesada e insostenible de la Constitución y no fue electo por nadie para tal cargo (la gente lo votó para diputado, no para presidente). Es obvio que esa juramentación fue una estratagema leguleya en el marco de un libreto harto conocido (el mismo que las potencias han usado históricamente para invadir en cualquier latitud), con la gravedad de que faltó poco para que no concluyera con una intervención militar y, probablemente, de manera sangrienta.
La intervención exterior armada no es ni puede ser la salida en Venezuela, no sólo por razones de principios (cada pueblo debe resolver sus problemas internos, aunque puede recibir legítimamente solidaridad y apoyo moral del exterior), sino en atención a la realidad actual: allí hay riesgo tangible de una guerra civil que eventualmente podría ser asumida como “guerra patria” por lo menos por un sector de partido de gobierno y de las fuerzas armadas.
En Venezuela, ciertamente, a diferencia de lo ocurrido en Panamá en 1989, es alta la posibilidad de que se produzca un baño de sangre porque el partido en el poder, aunque en general dirigido por gente burocratizada y éticamente cuestionable, tiene una base y una estructura media integradas por beneficiarios del clientelismo oficial y militantes con convicciones ideológicas (comunistas, socialistas, demócratas radicales, cristianos militantes, etcétera), aparte de lo que pueda ocurrir con las Fuerzas Armadas, politizadas hasta el paroxismo. En otras palabras: el gobierno de Maduro, más allá del tufo de la ineficiencia y la corruptela, tiene apoyo popular rentado y un cierto aliento de militancia en las ideas, distinto de lo que ocurría con el de Noriega.
Además, no es sensato, ni está a tono con el verdadero espíritu de la democracia, negarse a reconocer la realidad de que ninguno de los actores predominantes del proceso actual, en solitario, puede ser confiable para nadie con sentido común o con buenas intenciones para Venezuela: ni Maduro (que representa un régimen decrépito y descompuesto y un partido circense y filototalitario), ni Guaidó (que es una mala manufactura de zona franca extranjera con delicado bordado fucsia y dirige un curiosísimo gobierno portátil), ni el resto de la llamada oposición democrática (fiduciaria de una larga tradición de politiquería, demagogia y latrocinio, y descuartizada por la irrefrenable codicia de sus cabecillas).
En el caso de Guaidó -no se puede olvidar-, se trata de un “yuppi” proveniente de Voluntad Popular, el partido del “hombre” de USA en Venezuela, Leopoldo López (líder de la derecha de Chacao, el distrito financiero y de la alta clase media de Caracas), y resultó “elegido” por razones de peso: éste ultimo nunca ha concitado consenso para asumir un gobierno provisional, y aquel es un petimetre fresco, con rostro de muchachón “bien”, totalmente identificado con los intereses de la ribera del Potomac y de grato talante para los empresarios, la casta técnico-empresarial legataria de la “conchupancia” (AD-COPEI-URD) y la alta clase media (mientras los restantes líderes de la oposición están desacreditados o no son confiables). Por otra parte, aunque bastante mustio de talento e inteligencia, Guaidó es joven y de continente farandulero, y por ello ha logrado atraer el apoyo de una parte de las nuevas generaciones (sobre todo del estudiantado, que ha estado sublevado contra Maduro) y de las mujeres de las zonas urbanas.
Por las razones expuestas, hay que insistir en que la solución de la crisis venezolana tienen que buscarla los propios venezolanos sin tutela de ningún tipo, y debería comenzar con una renovación de la apuesta por el diálogo que implique la salida negociada de Maduro del Palacio de Miraflores y la eliminación del gobierno fantoche de Guaidó, a los fines de convocar (por acuerdo de los partidos y la sociedad civil, con un nuevo ente electoral y bajo supervisión de la ONU) a nuevos comicios presidenciales y parlamentarios para reconfigurar los poderes públicos a la luz del estado actual de las preferencias políticas y electorales.
La democracia venezolana, valga la insistencia, es actualmente una deconstrucción de espejos rotos, y sólo se puede recomponer con patriotismo, ecuanimidad, inteligencia y grandeza de alma. Y aunque quien escribe está persuadido de que muchos de sus amigos, apertrechados en la defensa de uno u otro bando, reaccionarán ante este artículo con un puchero o una cortada de ojo, es de rigor concluir recordando, como siempre, lo que muestra la Historia: en este tipo de dramas nacionales la disyuntiva es siempre la misma: diálogo o sangre.
(*) El autor es abogado y politólogo