El primer PLD, como se sabe, fue el del profesor Juan Bosch, aquel partido estilizadamente organizado y disciplinado que, salido de las entrañas del “viejo PRD” en diciembre de 1973.
El Partido de la Liberación Dominicana (PLD) acaba de cerrar los trabajos de su IX Congreso Nacional José Joaquín Bidó Medina con resultados nada sorprendentes para el observador político avezado: la consolidación del danilismo como fuerza interna predominante y la victoria del gatopardismo en tanto base ideo-estructural de su accionar de cara a la sociedad.
Por supuesto, semejante desenlace tiene como telón de fondo una realidad que ya es de Perogrullo: el citado evento sustantivo del PLD ha “santificado” de manera solemne la gran ruptura intestina que se produjo tras las primarias de octubre de 2019 y, subsecuentemente, ha inaugurado una tercera etapa en su devenir histórico, conceptual y configuracional.
(Ojo: estas glosas no se refieren a los relativamente superficiales desprendimientos que se han operado entre los peledeístas por discrepancias metodológicas, como por ejemplo los encabezados por los doctores Antonio Abreu en 1979, Rafael Alburquerque en 1988 y Max Puig en 1993, sino a sus grandes procesos internos de cambio -cismáticos o no-, esto es, los que han marcado un nuevo curso histórico y conceptual en la organización, y que por ello han entrañado una virtual refundación o un relanzamiento informal de la misma).
El primer PLD, como se sabe, fue el del profesor Juan Bosch, aquel partido estilizadamente organizado y disciplinado que, salido de las entrañas del “viejo PRD” en diciembre de 1973, abrazó con pasión y consistencia tanto los valores éticos como las ideas políticas de su fundador, y que no fue sólo una criatura novedosa dentro de su especie en América y en el país sino, fundamentalmente, una escuela de pensamiento revolucionario y de conducta vertical en lo personal y lo militante.
Ese PLD fue el de los ideales y los principios, el de la membrecía selectiva y los organismos, el de la disciplina férrea y el comportamiento individual paradigmático, es decir, el de “Servir al partido para servir al pueblo”, que tuvo momentos de desavenencias durante los desprendimientos mencionados arriba, pero que empezó a hacer crisis verdadera luego de las elecciones de 1990, como lo hiciera público Bosch el 15 de marzo de 1991 al denunciar que en su seno había surgido “una corriente oportunista interesada en escalar cargos públicos y obtener dinero” integrada por “gente que ha alcanzado posiciones, como senadores, como diputados, como síndicos, como regidores…”.
El segundo PLD fue el que nació en 1996, cuando (ya enfermo y retirado de la vida política el ilustre polígrafo de La Vega) el doctor Leonel Fernández (prevalido de una candidatura presidencial que los “barones” de la organización habían concebido como efímera y de “comodín”) se alzó con el liderazgo interno y, tras ser elegido presidente de la República, se convirtió en su principal “activo político” descollando como figura máxima en un proceso de avasallamiento desde afuera hacia adentro que tuvo como soporte fundamental la liquidación de los organismos para facilitar la conversión de la entidad en una estructura masificada.
Ese PLD fue, pues, el de Leonel, y ciertamente entrañó una transformación sustancial con respecto a lo que había sido hasta entonces: por un lado, al convertirse en partido de gobierno viabilizó la movilidad socio-económica de la mayoría de sus miembros (era un partido cuyo verdadero tope de preferencia electoral no llegaba al 19 %), posibilitando su “evolución” desde la postura ideológica boschista (abjurada pero a veces evocada retóricamente) hacia un pragmatismo utilitarista que terminó engendrando corruptela, peculado y enriquecimiento ilícito; y por el otro, garantizó sus puestos de trabajo a muchos servidores públicos, con lo que se sumó una parte de éstos, santificando estas incorporaciones con el alegato de que estaba en proceso de apertura para ser un partido de masas (por lo que pudo llegar a obtener en las elecciones de 2000 un 24.94 % de los votos, desbancando al PRSC y, en las elecciones posteriores, absorbiéndolo casi totalmente).
El tercer PLD, el de hoy, es el de Danilo Medina, y nació de una ruidosa y enconada escisión interna (la que se originó, como ya se ha insinuado, en la negativa del doctor Fernández de aceptar los resultados de las primarias de octubre de 2019 bajo alegación de fraude), pero se acaba de formalizar con la realización forzosa y los resultados fácticos de su reciente congreso eleccionario, evento que ha implicado una “vuelta de tuerca” desde el punto de vista de su conformación intrínseca, su apuesta conceptual y su imagen ante la sociedad dominicana.
La catadura antihistórica de ese nuevo PLD se puso de manifiesto en la elección de sus dos principales autoridades: para la presidencia se optó por el pasado, escogiendo a un líder sin futuro, no sólo porque la Constitución lo dejó “fuera de juego” como eventual aspirante al Ejecutivo sino también porque salió de poder con altos niveles de cuestionamiento, descrédito e impopularidad; y en la secretaría general se colocó a un excongresista de origen farandulero sin cimientos conceptuales conocidos ni referencias tangibles en la acción militante, y cuyo acercamiento primigenio a esa colectividad fue resultado del resentimiento que le produjo su derrota en unas primarias de su principal contendiente partidario, el antiguo PRD.
Por otro lado, es importante destacar que, con la selección de los nuevos integrantes del Comité Central y del Comité Político, ese PLD de la contemporaneidad ha reafirmado su decisión de alejarse concluyentemente de sus orígenes, protagonizando una ruptura abierta, total y absoluta con el boschismo (dejando de lado tanto sus símbolos como a los escasos representantes de éste que quedaban en su seno), y consagrándose de manera descarada como el refugio del funcionariado potencialmente justiciable del gobierno pasado y la madriguera de una nueva generación de dirigentes cuyo único compromiso hasta el momento ha sido con el pancismo, el boato y el consumismo hedonista.
En otras palabras: el tercer PLD es puro gatopardismo, puesto que sus proclamas de renovación y “relanzamiento” se quedaron en una mera reestructuración cosmética destinada a confundir a sus prosélitos y al país mientras tras bastidores se manipuló para que todo permaneciera igual: no advendrán cambios reales, no se producirá un ajuste de cuentas con sus aberraciones gubernativas, no se echará a los corruptos y los lambiscones, no se realizará ninguna labor de crítica a la racionalidad de buitre que se impuso en su seno ni habrá profilaxis interna de ninguna naturaleza, y, peor aún, cada día sus voceros reivindican como política para el presente y el porvenir sus “hechos” como partido creador del más monstruoso y obsceno aparato clientelar que ha conocido la historia dominicana.
Lamentablemente, los peledeístas de la dirigencia media y las bases no parecen haber entendido que el danilismo es una corriente política decrépita y sin brillo que inevitablemente tenderá a diluirse con el tiempo porque carece de sustancia conceptual y se erigió como dominante en el PLD y en la sociedad dominicana con base en perversiones éticas, canonjías, indignidades y coacciones… Es una pena, una verdadera pena: han permitido sin chistar que su partido cayera en manos de un liderazgo gris, lleno de máculas y sin mañana cierto.
(*) El autor es abogado y politólogo