Después de años en los cuales la red social aparecía como “el lugar” de los políticos, tanto para comunicarse con la población, como para decir directamente lo que desean y luego ser replicado por otros medios, hoy son varios los que ponen en duda su utilidad para hacer política.
Por Iván Schuliaquer
BUENOS AIRES, 19 abr 2021 (IPS) – Uno. La alcaldesa de la ciudad española de Barcelona, Ada Colau, anunció que dejó Twitter. Dijo que para ser mejor política precisa estar menos en esa red social.
Dos. En Perú salió primero en la elección presidencial Pedro Castillo, un maestro con una cuenta casi sin seguidores que hizo una campaña tradicional en las calles. Tres. Quienes manejaron la campaña de Joe Biden a la presidencia de Estados Unidos dijeron, en su momento, que una decisión clave había sido dejar de ver Twitter.
Después de años en los cuales la red social aparecía como “el lugar” de los políticos, tanto para comunicarse con la población, como para decir directamente lo que desean y luego ser replicado por otros medios, hoy son varios los que ponen en duda su utilidad para hacer política.
Por el contrario, muchos dirigentes consideran que Twitter es una pésima brújula.
Se sabe, Twitter no es la red social más masiva: tiene un décimo de los usuarios de redes como Facebook e Instagram. Y, sin embargo, es una red muy poderosa. Su principal poder está en la forma en que influye sobre élites políticas y mediáticas que toman lo que pasa en esta red como guía para saber “lo que está pasando”, cómo actuar y “qué quiere la gente”.
A la vez, Twitter es una red especialmente polarizada, que premia la disputa y la pelea, pero también el efectismo. Sobre todo, a la hora de pelearse con el adversario político.
En Argentina sucede, y mucho.
Gran parte de los tuiteros son premiados y reclutados por las fuerzas políticas. El PRO (Propuesta Republicana, de centroderecha) jerarquiza especialmente a quienes hacen ruido en redes que, básicamente, son los que se destacan en Twitter.
Si en el menemismo (seguidores de Carlos Menem, presidente argentino entre 1989 y 1999) se reclutaban figuras populares como (el cantante) Palito Ortega o (expiloto de Fórmula 1) Lole Reutemann, o en el primer PRO a personajes como (el humorista) Miguel del Sel y (el exárbitro de fútbol) Héctor Baldassi, hoy se premia a personas reconocidas por su radicalización y su tendencia al troleo.
Así, políticos como Fernando Iglesias o Wado Wolff hoy son figuras que no tenían un gran espacio de representatividad propio previo y que, gracias al ruido que hacen en Twitter, ocupan un lugar central en su fuerza política, como voces legítimas que marcan la línea de su partido.
Esto, aunque de otra forma, también incidió sobre el gobierno actual, que tomó parte de sus cuadros de figuras con un peso específico en distintos ámbitos, pero que tenían también una participación sostenida en esa red social.
Ahí, antes que pesar si hacían ruido en redes, incidió el uso de Twitter de los funcionarios: como habitués de la red social, también encontraron personas de un perfil que les parecía pertinente para su gobierno.
Sería cómodo y tranquilizador pensar que es algo que solo refiere a la política. Pero eso también influye muy fuertemente sobre el periodismo y sobre la manera en que se arma la agenda informativa.
Twitter es una red de élites especialmente politizadas, que están en el minuto a minuto de lo que sucede. En ese sentido, funciona también como un espacio fundamental para que los medios definan de qué hablar, qué temas son relevantes y quiénes pueden escribir sobre ellos.
Muchas veces lo que pasa en Twitter es tomado como “la realidad”. Y eso es alimentado y reproducido: se levanta en distintos medios, se lo jerarquiza como un tema, se le da voz a los tuiteros, y la máquina sigue andando. También los medios, a la hora de reclutar periodistas y conductores, priorizan a quienes hacen ruido en Twitter.
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Por supuesto, este es un movimiento de ida y vuelta con los medios tradicionales.
En Argentina, por seguir el ejemplo, la polarización entre fuerzas políticas y medios tradicionales fue previa a la masificación de las redes sociales. Y en la actualidad gran parte de los programas informativos tienen como estrategia central la descalificación y la denuncia del adversario político, al que se lo considera ilegítimo. Algo relativamente exitoso en términos de audiencia y, a la vez, provechoso para los propietarios de medios.
La sobrerrepresentación de Twitter también se da en las investigaciones académicas. La enorme mayoría de los estudios que dicen estudiar “qué pasa en las redes sociales” son sobre Twitter. Esto obedece a distintas cuestiones.
Entre ellas, la facilidad que da Twitter para acceder a los datos, lo cual contrasta fuertemente con la mayor opacidad de Facebook e Instagram, pero también de Google, para quienes buscan investigar.
Pero, a la vez, y de modo más informal, las élites académicas participan más, y son más jerarquizadas, en Twitter. Por lo tanto, cuando se habla de la enorme polarización en redes, de la gran distancia entre burbujas, se habla sobre todo de Twitter.
¿Es igual lo que sucede en todas las redes sociales? ¿La sociedad está polarizada o son esas élites que circulan por Twitter las que están polarizadas?
Al mismo tiempo, Twitter se ha vuelto un espacio cada vez más propenso a los discursos de odio y escandalizantes. Si en una primera etapa pareció un lugar de horizontalización de la palabra, una esfera de democratización, la economía política hizo lo suyo: distintos actores empezaron a invertir en ejércitos de trolls y en usinas creadoras de fake news (noticias falsas) donde, como dicen Ernesto Calvo y Natalia Aruguete, el objetivo es arrasar el debate y que el que diga algo que pueda molestar lo piense dos veces antes de volver a opinar.
También, como sucede en otros ámbitos, a medida que el dinero juega un rol cada vez más importante, la derecha tiene más espacio para crecer. No es un descubrimiento, ni nada nuevo: quienes tienen más dinero y más poder suelen ser de derecha porque sostener el statu quo y las políticas que benefician a los ricos, es una manera de beneficiarse.
En su renuncia a la red social, la alcaldesa Ada Colau dijo que para ser mejor política, precisaba dejar Twitter.
Por lo tanto, señaló que participar ahí afectaba sus propias prácticas: sentía que tenía que opinar sobre todo y que el mismo formato la hacía entrar en polémicas con adversarios políticos. Es decir, que no hay forma de imponer todas las condiciones a las redes sociales.
Que el propio formato de las redes también incide sobre nosotros a la hora de pensar qué funciona, qué no y qué decir sobre cada cosa. Por lo tanto, también moldea nuestra forma de actuar.
Hace tiempo se hablaba del rating minuto a minuto en la televisión como un problema grande, que llevaba a que los conductores priorizaran lo que rendía y acallaran discursos menos efectistas.
Hoy el minuto a minuto suena a cuento de hadas, al lado de las campanitas de notificaciones que se han democratizado a cada una de nuestras redes sociales. Cada usuario se confronta a la dificultad de separar lo que dice de sus repercusiones: ¿vale la pena lo que dije si nadie retuiteó ni megusteó mi publicación?
El problema, otra vez, es la opacidad de las prácticas sociales. Twitter, aunque también otras redes, generaron el mito de que las prácticas sociales hoy son visibles. Casi transparentes.
Es cierto, con big data (macrodatos) podemos conocer muchísimo más sobre ellas: cuánta gente leyó, de dónde viene, a quién le gustó. Pero aun así, todavía hay un montón de cosas que no son medibles a través de cuantificaciones: qué leyó quién leyó, cómo lo inserta dentro de su propia vida y qué va a hacer con eso.
Este artículo se tomó de Ipsnoticias.net y se publicó originalmente en Cosecha Roja, una plataforma informativa sobre las diversas perspectivas de la violencia y una red de intercambio y formación de periodistas judiciales de América Latina.
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