¿Por qué fracasaron estrepitosamente las tres expediciones armadas que exiliados dominicanos, respaldados por gobiernos extranjeros, ejecutaron para derrocar la tiranía de Rafael Leónidas Trujillo?
Porque ni Cayo Confites, la mayor en 1947; ni la de Luperón, 19 de junio 1949; ni la de Constanza, Maimón y Estero Hondo, 14 y 20 de junio 1959, contaron con un factor imprescindible para desarraigar y dejar a merced de los vientos del descontento social a un régimen de cualquier naturaleza: una crisis económica similar a la de 1929, que barrió con Horacio Vásquez y la mayoría de los gobiernos de la región.
Por el contrario, después de superada la catástrofe inicial que representó el ciclón de San Zenón, todo lo que el dominicano empezó a percibir era progreso, tan evidente que a la propia sombra de la dictadura, y a pesar de ella, empezó a desarrollarse la burguesía para la que la Trujillo terminaría siendo el obstáculo hacia la asuncion asunción de su rol de clase dominante.
En la República Dominicana no sólo dominó por más de treinta años el mando caprichoso, imponente y sangriento de un déspota que usaba el poder para enriquecerse a más no poder, sino además un constructo ideológico en el que los elementos constitutivos de la dominicanidad resaltaron como nunca afianzados por ejecución de un programa nacionalista que llevó al plano de la realidad los enunciados de la gesta independentista de 1844.
Desde aquella noche gloriosa del 27 de Febrero se proclamó que los límites fronterizos entre la nueva República y la nación invasora de la que se había separado serían los establecidos en el tratado de Aranjuez de 1777, pero desde ese momento hasta noventa años después no existían tales límites, aunque desde Ignacio María González hasta Horacio Vásquez todos los gobiernos habían tratado de establecerlos.
Vásquez se acercó bastante a lograrlo con el tratado fronterizo de 1929, pero dos años después los haitianos andaban en lo mismo que en oportunidades anteriores en las que habían pactado acuerdos fronterizos con RD, desentendiéndose de ellos.
El tirano los enamoró, los elogió y sobornó tratándoles con tal cuidado que impidió que la prensa publicara comentarios negativos hacia Haití para lograr el convenio de revisión de 1936, pero como después de sellado el trato por la vía armoniosa la frontera seguía indefinida y la ocupación pacífica no cesaba, en 1937 manchó sus manos de sangre “para salvar a las generaciones dominicanas futuras”.
Es uno de los acontecimientos más horribles en la historia de la isla, pero políticamente pintaba a Trujillo como capaz de todo para preservar la dominicanidad, que por otra parte también era zarandeada por otro mal que nos acompañó desde el principio: la insolvencia económica que desde el segundo mandato de Buenaventura Báez, había mantenido el país hipotecado y con sus aduanas en manos extranjeras.
Y resulta que las mismas manos ensangrentadas para definir una frontera entre las dos naciones que comparten la isla hispaniola, brindaron al país la independencia económica que cortaron las cadenas del endeudamiento, y sólo a partir de ahí los dominicanos volvieron a manejar sus aduanas.
Las tiranías, como escribió Bosch, no llegan del cielo, y la que padecimos llegó después del hastío que llevaba a la conclusión de que las mañas de una mula se podían quitar, pero para las del caudillismo revoltoso que impedía el progreso y provocaba invasiones como la de 1916, sólo el remedio de una mano dura las aplacaba.