La proclama anexionista de Santana implicó, como era de esperarse, la supresión formal de la estructura política republicana…
La Primera República, inaugurada formalmente el 14 de noviembre de 1844 con la juramentación de las autoridades dominicanas al amparo de la Constitución que había sido adoptada en la villa de San Cristóbal el día 6 retropróximo, quedó liquidada el 18 de marzo de 1861.
Aquel período histórico había sido convulso y traumático desde el punto de vista institucional: señoreado básicamente por el sector político conservador que encabezaba el cerril general Pedro Santana (al cual se adhirieron muchas figuras notables, como Tomás Bobadilla, Buenaventura Báez y Manuel Jiménez, estos últimos presidentes de la república) fue escenario de acontecimientos que dejarían hondas huellas en la brega del pueblo dominicano en procura de su destino histórico.
La Primera República, en sus casi 17 años de existencia, ciertamente entrañó una reafirmación de la voluntad nacional separatista (nuevas campañas de la guerra domínico-haitiana: 1844-1856), varias incidencias intranquilizantes (renuncia de Santana en agosto de 1848, golpe de Estado santanista de mayo de 1949, ruptura baecista del bloque conservador, etcétera), una insurgencia momentánea del liberalismo (revolución cibaeña de julio de 1857) y varias reformas constitucionales (dos en 1854 y dos en 1858).
La liquidación y el posterior desmantelamiento del orden político republicano, largamente acariciados por un influyente sector de la sociedad dominicana de la época, fueron ejecutados por Santana cuando, sin consultar a sus conciudadanos y prevalido de su poder casi omnímodo, proclamó la anexión a España.
El texto sustantivo que estaba entonces vigente era el del 23 de diciembre de 1854 (una revisión conservadora que Santana habìa patrocinado para anular la reforma liberal de febrero de ese mismo año), y por lo tanto éste quedó reemplazado por las leyes de España y las ordenanzas dictadas por el Gobernador designado.
La proclama anexionista de Santana implicó, como era de esperarse, la supresión formal de la estructura política republicana (para ser sustituida por una en la que nos convertíamos en provincia ultramarina de España) y la erección de aquel como Gobernador (con rango de capitán general), una situación que casi de inmediato fue protestada por dominicanos de sentimientos patrióticos.
En la ciudad de Santo Domingo, el padre Fernando Arturo de Meriño, el general Eusebio Manzueta, el trinitario Matías Ramón Mella y otros prestantes munícipes se manifestaron abiertamente contra la decisión de Santana. En Santiago, el pueblo hizo caso omiso a la invitación que se cursara para el acto de izamiento de la bandera de España en la Fortaleza San Luis. En San Francisco de Macorís, la misma actividad fue boicoteada a tiros.
Más adelante, en Moca, durante la noche del 2 de mayo de 1861, el coronel José Contreras y el ciudadano Cayetano Germosén encabezaron a un grupo de patriotas que asaltó el destacamento militar de la villa y proclamó la restauración del orden republicano, aunque a la postre casi todos resultaron sometidos (sólo unos pocos pudieron escapar a la contraofensiva regular) y fusilados por instrucciones de Santana.
El 1 de junio de ese mismo año de 1861, el general Francisco del Rosario Sánchez, que se encontraba en el exilio desde 1859, encabezó una expedición armada contra la anexión desde la frontera sur con Haití, pero resultó traicionado por una conocida figura militar que en la víspera le había ofrecido apoyo, y tras una emboscada quedó herido y fuera de combate, siendo juzgado y condenado a la pena capital por un tribunal servil de Santana, y fue ejecutado el día 4 de julio en medio del pesar tanto de seguidores como de adversarios.
En el año de 1863 era público que en varios puntos del país se conspiraba contra el régimen anexionista. Santana, disgustado con las autoridades españolas por el incumplimiento de sus promesas de poder y canonjías, había renunciado a la capitanía general en julio del año anterior. Por doquier las autoridades españolas eran objeto de hostilidad y animadversión por parte de los dominicanos.
El 24 de febrero de ese mismo año de 1863, un grupo de jóvenes de Santiago encabezados por el poeta Eugenio Perdomo trató de tomar por asalto la cárcel pública, donde había un regimiento de tropas gubernamentales, pero el objetivo no se logró, y aunque por el momento pudieron evitar ser apresados, más tarde fueron detenidos el cabecilla y varios de sus compañeros, que fueron juzgados por un tribunal español, condenados a la pena de muerte y ejecutados el 17 de abril pese a los múltiples ruegos de clemencia que se hicieron tanto en el Cibao como en la capital.
No obstante, la situación era tan tensa y volátil que el 11 de agosto de 1863 fue declarado el “estado de sitio” en todo el país, y las autoridades españolas, temerosas de no poder controlarla, pidieron tropas de refuerzo a Cuba y Puerto Rico.
El 16 de esos mismos mes y año se produciría el acto de mayor simbolismo para la resistencia interna en términos de voluntad de soberanía y decisión de combate: un puñado de valientes patriotas, bajo el mando del general Santiago Rodríguez, izó la bandera dominicana en el cerro de Capotillo, en la fronteriza comunidad de Dajabón, y proclamó la lucha a muerte contra el ocupante español, con lo cual en muchos sentidos se daría inicio a la Revolución Restauradora.
La guerra contra los españoles, primero escenificada en el Noroeste y en el Cibao, pero luego extendida a todo el territorio de la media isla, sería cruenta e irregular, y tendría una característica hasta el momento inédita en nuestra historia: la gran participación que tuvieron los dominicanos de más bajos estratos sociales, no ya como peones o servidores de señorazgos regionales, sino de manera voluntaria y consciente.
El 14 de septiembre, luego de desalojar de Santiago a los peninsulares, los patriotas formarían un gobierno provisional en esta ciudad que sería encabezado por el general José Antonio Salcedo (Pepillo) y que dirigiría de manera más formal la lucha por el restablecimiento de la soberanía dominicana.
(Ya en esta época descollaba en las hostilidades que se desarrollaban en el Norte un joven oficial que, con el peso del tiempo y debido a su arrojo e inteligencia en el combate, se constituiría en la más viva encarnación del patriotismo criollo y, luego, en el líder del liberalismo nacional durante gran parte de la segunda mitad del siglo XIX: el general Gregorio Luperón).
Salcedo era un hombre valiente hasta la temeridad pero de temperamento volátil, y durante los últimos meses de su gobierno fue acusado de permitir (con su desidia y sus actitudes caprichosas) que se perdiera el impulso inicial de la contienda patriótica, por lo que sería depuesto de la presidencia el 10 de octubre de 1864 y sustituido por el general Gaspar Polanco.
El nuevo gobernante era un duro veterano de las lides independentistas que en su momento había hecho causa común con los liberales del Cibao, y aunque durante su mandato la acción restauradora retomó el impulso victorioso y se adoptaron múltiples medidas de corte progresista, su figura histórica quedó manchada por haber ordenado el fusilamiento del general Salcedo el 5 de noviembre de 1864 bajo la imputación de conspirar para entregar el gobierno a Buenaventura Báez.
La guerra duraría aproximadamente dos años, y desde el punto de vista constitucional alcanzaría su punto cenital el 24 de enero de 1865, cuando fue reestablecida la Carta Magna liberal de febrero de 1858 y designado como presidente de la república en armas el eximio civilista santiaguero Benigno Filomeno de Rojas.
Los españoles, por su parte, hostigados y derrotados por doquier dentro de la media isla, y con una opinión pública en la metrópolis cada vez más hostil a su participación en esa guerra, primero decidirían anular la anexión (decisión de la reina Isabel del 3 de marzo de 1865) y, luego, pactarían la salida ordenada de sus tropas del país, lo que se produciría formalmente entre el 10 y el 25 de julio.
Así terminaría la Revolución Restauradora, se reestablecería la soberanía nacional y, acunada por el heroísmo y cargada de esperanzas, advendría la Segunda República.
(*) El autor es abogado y politólogo
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