El éxito de todo profesional del Derecho radica en que a su cliente (o clientes) se le (o les) reduzca la condena al momento de dictar sentencia.
Todo abogado que defiende a delincuentes confesos, de antemano sabe que como profesional se somete a un dilema ético. Más aún cuando hay pruebas suficientes que incriminan a sus clientes como culpables o reincidentes de lo que se les acusa, que puede ser por corrupción administrativa o por pertenecer al crimen organizado.
Con esos antecedentes, a partir de ahí hay que sacar de abajo cuando de subir a estrados se trata, aún cuando el caso esté en fase primigenia para conocer medida de coerción. El tan cacareado “respeto al debido proceso” no siempre suele ser tal, por eso de que defensores y defendidos asumen “el derecho al pataleo” ante las acusaciones del Ministerio Público y/o de la parte civil.
Me inscribo en la definición de que, como servidor de la justicia y colaborador de su administración, todo abogado debe tener presente que su deber como tal consiste en defender los derechos de su cliente con diligencia y estricta sujeción a las normas legales y morales.
No soy abogado ni pretendo serlo, pero reconozco que todo acusado en una causa penal tiene derecho a un abogado y, si no puede pagarlo, el Estado deberá asignarle uno. Eso es así aún cuando el inculpado sea confeso del hecho por el que se le acusa.
El éxito de todo profesional del Derecho radica en que a su cliente (o clientes) se le (o les) reduzca la condena al momento de dictar sentencia, en especial si el o los acusados llegaran a confesar su participación en los hechos ante la instancia correspondiente, Policía o Ministerio Público.
Se han hecho famosas las ripostas de esos abogados a los planteamientos del Ministerio Público, por eso de que nunca están conformes con las acusaciones a sus clientes ni con los procedimientos empleados.
En República Dominicana, como en muchos otros países, hay abogados en ejercicio que sus únicos clientes siempre han sido personas acusadas por el Ministerio Público por faltas graves ante la sociedad o el Estado (apoderarse del patrimonio público), por la comisión de hechos como homicidio, robo agravado, asalto a mano armada, estafa, o traficar con drogas.
Suman miles los abogados que se dedican a ese tipo de defensa, y no solo en lo que respecta a República Dominicana. En el mundo hay países donde se les tiene prohibido ocupar funciones en el Estado a los que se dedican a esa práctica.
Quienes defienden a personas acusadas de cometer hechos como los descritos más arriba, de primera mano deben estar enterados de que sus clientes les han confiado la verdad en cuanto a cómo ocurrieron los hechos. Y en este renglón caben políticos y militares que han incurrido en delitos contra el Estado.
Desavenencias entre una parte y otra han dado lugar a que el abogado abandone a su cliente, y viceversa.
Es algo común que se dé el caso de que un abogado entre en contradicción con la ética y con el juramento que hace ante el tribunal, en cuanto a decir solamente la verdad si adrede esconde la cruel realidad de cómo sucedieron los acontecimientos que dieron lugar a la acusación.
En el caso de los que defienden narcos, hay que resaltar que la paga que reciben por su labor proviene de dinero del narcotráfico.
Retomando con lo que iniciamos este escrito, debemos citar acá lo que contempla el Alto Comisionado de Naciones Unidas sobre Derechos Humanos, en sus Principios Básicos sobre la Función de los Abogados, adoptado en su Octavo Congreso sobre Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente, y que data de 1990.
En el documento base elaborado se establece que: “Los abogados, al proteger los derechos de sus clientes y defender la causa de la justicia, procurarán apoyar los derechos humanos y las libertades fundamentales reconocidos por el derecho nacional e internacional, y en todo momento actuarán con libertad y diligencia, de conformidad con la ley y las reglas y normas éticas reconocidas que rigen su profesión”.
Y ahí está el dilema. Defender a delincuentes actuando en plena libertad de acción. Pero, ¿y las normas éticas?