Ahora que el Tribunal Constitucional se ha pronunciado sobre la mala gestión de la virtualización de la justicia, será cuando se verá la profundidad del problema.
En 2021, la administración de justicia presenta uno de sus peores entregas a la sociedad, no por los efectos de la pandemia sino por una gestión gerencialmente deficiente en lo referente al manejo de sus relaciones con subsectores dentro de lo que la Ley 821 sobre Organización Judicial, denomina auxiliares de la justicia hasta la impartición misma de justicia.
Las protestas y las acciones judiciales del Colegio de Abogados como conjunto, hasta seccionales de abogados regionales e individuales presentaron quejas bien fundadas sobre asuntos que, a su juicio, no fueron manejadas de la mejor manera desde la cabeza de la suprema hasta el denominado Consejo del Poder Judicial, uno y otro organismo mostraron incapacidad para dirimir conflictos sometidos a su consideración como en lo referente a la impartición de justicia. Lo peor no ha pasado aun, en razón de que ninguno de estos problemas tuvo desenlace sino que fueron traspasados hacia el nuevo año.
Ahora que el Tribunal Constitucional se ha pronunciado sobre la mala gestión de la virtualización de la justicia, será cuando se verá la profundidad del problema, ya se había advertido que, la justicia virtual, ni era virtual ni era presencial, porque en la práctica, no estaban delimitados uno y otro campos, sino que, por el contrario, en un mismo asunto, se combinaban de manera difusa, uno y otro procedimiento. Ahí radica el problema del caos. Peor aún, la SCJ como el CPJ, mostraron incapacidad absoluta para entender la ley de Murphy de la democracia, que es el dialogo.
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Será ahora cuando, por ejemplo, se ha de buscar pruebas o mejor dicho, la papelería depositada por los auxiliares de la justicia y las partes interesadas, como las decisiones producidas por los jueces, cuando se descubrirá el caos existente. Esto así, porque el personal auxiliar de los tribunales carece de la debida capacitación tanto en el uno como en el otro, claro, al final, todo será culpa de los usuarios. Pero esta culpa no resolverá el problema sino que, por el contrario, se reanudarán las quejas y, al final, la conclusión es clara. Las cosas no andan bien dentro de la Administración de Justicia.
Yendo directamente a las decisiones, la realidad es que, el caso Odebrecht, era, desde 2020, el referente que habría de indicar si la justicia había progresado en cuanto a sancionar los delitos de cuello blanco y la justicia en general. El dejo de frustración que la decisión sobre este asunto causó tanto en la sociedad como en el mundo jurídico, es el mismo que existe en todos los demás, porque no existe una decisión que real y efectivamente haya hecho jurisprudencia en ninguna de las materias que constituyen objetivos programáticos de la constitución del Estado social y democrático de derecho, al revés, todas son conforme a su predecesor el Estado liberal.
Es decir, son inconstitucionales. Como bien ha dicho Roxin, el objeto de la justicia bajo el Estado social, es que ninguna acción que afecte a la sociedad donde los actores hayan sido determinados, puede quedar sin sanción independientemente de la teoría de la falta o de la teoría de la culpa, porque lo que aplica ahora es la noción de sanción a todo acto contrario a las leyes y la constitución. Es decir, siempre que se haya detectado un daño, este ha de ser reparado. No hay pues espacio para que haya eximiento de responsabilidad cuando se ha detectado un daño, máxime, cuando este es social, es decir cuando se ha producido contra la sociedad y contra el Estado.
Lo que ocurre es que nuestros operadores judiciales, recurren tanto a la ratio del Estado liberal como a la ratio del Estado social, al momento de fallar, sin darse cuenta, de que lo primero resulta inconstitucional bajo el ordenamiento jurídico y constitucional actual. No caen en la cuenta de que la constitución es de aplicación inmediata y, por tanto, son tan garantista cuando de defender la corrupción se trata, que incurren en inconstitucionalidad en sus decisiones como si no existiere el artículo 146, el cual, tiene prescripciones imbatibles desde la lógica del Estado social que, el operador judicial en tanto y cuanto garante de la constitucionalidad, no puede ignorar sin caer en los ámbitos de los artículos 6 y 73 de la misma. Es decir, en el campo de la nulidad y de la inobservancia de las normas y de los principios que consagran la supremacía de la Constitución y la obligatoriedad del cumplimiento de las reglas del Estado social. De lo contrario, se subvierte el orden constitucional, que es, precisamente, lo que ha ocurrido a la Administración de Justicia en 2021.
El juez dominicano, sigue temiéndole a lo que Luigi Frerrajoli llama “los poderes salvajes” enquistados en el mundo económico, político, la delincuencia de cuello blanco y en la partidocracia. Hasta que este estado de cosa no cambie, no habrá constitucionalidad ni habrá justicia. Debido a ello es que, en algunos países, los conflictos políticos determinan el barrido también de la justicia porque este cuerpo es incapaz de tomar en cuenta el punto de vista de la gente. Es decir, no se dan cuenta de que la democracia se afianza con más democracia.
A la justicia le fue bien, a grandes rasgos, aplicando promociones interna conforme a su ley de remoción y movimiento de su plantilla, pero este no es su objeto principal. Debe trabajar duro en la creación de jurisprudencia que sea conforme a los objetivos programáticos de la Constitución del Estado social. Por ejemplo, en materia de derecho de consumo, de derecho de la salud, de derecho sobre propiedad intelectual y artística, las decisiones de la administración de justicia acusan un primitivismo que la ubican en la prehistoria de esos derechos, lo cual no se corresponde con el marco constitucional sobre el cual operan. DLH-5-01-2022