En 1846, dos años después de la proclamación de la independencia nacional, los ciudadanos podían pasearse, sin jamás ser atracados, por la amurallada “ciudad” de Santo Domingo.
Nadie nunca vio un ladrón, y en el callejeo por esa alameda se rociaba por la frescura de los árboles y flores, observando la naturaleza salvaje, las aves en sus aletear y con las mujeres sacando las aguas de los aljibes.
En esa época no había propensión a hurtar… “No hay atractivo alguno para el robo; porque la pobreza de la gente es su mejor seguridad”, expresó David Dixon Porter, en su obra “Diario de una misión secreta a Santo Domingo (1846)”. Este oficial de la Marina fue enviado por el Departamento de Estado de Washington para investigar el estado de la República Dominicana, a propósito de una solicitud elevada por el presidente Pedro Santana para el reconocimiento por esa nación del nuevo Estado libre y soberano.
En la hoy Zona Colonial había unas mil 500 casas, fabricadas en gran proporción de canas y árboles de palma y techadas de palmeras, y 8 mil 500 habitantes, compuestos mayormente por mujeres y niños, porque los hombres acampaban en las fronteras, defendiendo la patria con las armas. La custodia estaba bajo la responsabilidad de los miembros de la Guardia Cívica o Policía.
Los soldados ganaban cuatro dólares mensuales y se consignó seis y medio para raciones, que no recibían. No protestaban, en vista de que sabían que no había dinero para entregárselos.
“El Ejército Dominicano consta de mil quinientos hombres bajo paga y actualmente empleados, pero es mayor el número de la policía o defensores provinciales. Los soldados, como antes dije, no están bien disciplinados y muchos de ellos están mal vestidos y sin zapatos, y parece tener cierto orgullo militar”.
En el apartado “Policía de Santo Domingo”, el norteamericano Dixon Porter expone los siguientes cuatro párrafos:
“No he visto nunca lugar alguno donde se requiera tan poca policía para mantener la obediencia y el buen orden. El interés mutuo entre los nativos regula estos asuntos; y al retirarse temprano, sus oídos y cerrojos son toda la seguridad que necesitan.
“En una ciudad de muertos, no podría existir mayor tranquilidad que en la ciudad de Santo Domingo después de las once de la noche. No se ve un guardia de ninguna clase fuera de unos pocos centinelas apostados a las puertas de las principales casas de gobierno y en las fortificaciones del lado de tierra de la ciudad. No se ve ninguna guardia cívica y los otros tienen que mirar por el enemigo.
“La guardia cívica se encarga del Departamento de Policía durante el día; pero por la noche no se mantiene ninguna vigilancia, pues no hay atractivo alguno para el robo; porque la pobreza de la gente es su mejor seguridad, aunque no hay inclinación a robar. Las casas asimismo son perfectos castillos por dentro, y las sólidas puertas pudieran tener a raya a un ejército si se las mantiene aseguradas con las barras y los cerrojos unidos a ellas.
“Los establecimientos comerciales extranjeros contienen los objetos más valiosos; pero todavía no he oído de un caso en que se haya intentado violentarlos. De hecho, una persona con cualquier suma de dinero, podría atravesar toda la ciudad sin temor a ser molestada o a ver la menor señal de falta de respeto hacia ella. Nada puede hablar más alto por un pueblo que estos hechos; y la honradez es la menor de sus buenas cualidades”.
Aquellos, amigo lector, fueron otros tiempos. El robo ha evolucionado en República Dominicana dominado por los atracos y las raterías espectaculares.
En 1910 se rompió la tranquilidad de décadas anteriores. En toda la geografía nacional creció el número de malhechores, que registró una tendencia alcista desde el ajusticiamiento del tirano Ulises Heureaux (Lilís), en 1899. Y subió en 1910 como alternativa de sobrevivencia ante los controles impuestos por el presidente Ramón Cáceres (Mon) sobre la extorsión, el fraude mercantil, el contrabando marítimo y la desarticulación de movimientos guerrilleros, que generaban dinero.
La Guardia Republicana, mejor conocida como la Guardia de Mon, fue creada el 26 de junio de 1907 por el presidente Ramón Cáceres (Mon), para encargarse de los servicios de policía urbana y rural. En 1910, los uniformados de azul, que todavía en los campos hacen referencia de que “fue apresado por la Guardia de Mon”, facilitaron que fueran juzgados en tribunales 3,061 personas que se dedicaban a delinquir.
Cuarenta y cuatro años más tarde se produjo el asalto más sonado: el de la sucursal de The Royal Bank of Canada de Santiago, a las 9:05 de la mañana del 6 de noviembre de 1954. Siete hombres armados penetraron a ese establecimiento y cargaron con 149 mil 268 pesos. Dos empleados murieron y luego 10 convictos fueron sacados de la prisión y fusilados, por disposición del tirano Rafael Leónidas Trujillo Molina.
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13 de febrero de 2022.