Ser presidente de la República es lo máximo a que puede llegar un político, pero es una función de alto riesgo e incluso de máxima seguridad.
Siempre he reflexionado sobre el por qué los políticos hacen tantos malabares e incurren en gastos millonarios en un afán desenfrenado por llegar a ser Presidente de la República.
Comienzan la peregrinación aspirando a puestos municipales, como regidor, para luego lanzarse como candidato a alcalde, una tarea que a unos les da buenos resultados y otros terminan en el fracaso.
El próximo paso es convertirse en diputado o senador, luego de inscribir la candidatura al interno de su respectivo partido político, con el consentimiento de la cúpula de la organización.
Muchos, los que cuentan con recursos financieros, son los que más posibilidad tienen de ganar esos codiciados cargos. Algunos aspirantes, como se ha demostrado públicamente, son personas vinculadas a las malas prácticas, como el narcotráfico y lavado de activos. Otros reciben apoyo económico del bajo mundo a cambio de protegerlos en sus avatares delictivos cuando escalen al poder.
Por último, arriesgan todo tipo de recursos para inscribir la pre candidatura presidencial la cual deberá definirse en una consulta interna de los partidos. En esas circunstancias, harán cualquier mala maniobra política y financiera, incluso con encuestas amañadas, para que la militancia los seleccione.
La meta final es verse juramentado, vestido con traje blanco, el 16 de agosto de cada cuatro años, como Presidente de la República en una ceremonia en el Congreso Nacional.
Ser presidente de la República es lo máximo a que puede llegar un político, pero es una función de alto riesgo e incluso de máxima seguridad. Un jefe de estado conoce todo lo que se mueve en el país. Los organismos de inteligencia, civil y militar, le rinden un informe diario de las cosas que ocurren.
El artículo 122 de la Constitución de la República establece que el Poder Ejecutivo es ejercido en nombre del pueblo por el Presidente de la República, en su condición de jefe de Estado. Además, el 123 consagra los requisitos normativos para ejercer ese cargo.
Un presidente agota a diario una intensa agenda de trabajo. Está pendiente de todo, trata de resolver los desastres financieros (los endeudamientos) dejados por gobernantes anteriores y lucha por dejar huellas positivas en su administración, para que no lo olviden, con la instauración de obras importantes.
Aunque trabaje bien, la oposición política siempre tratará de descarrilarlo, hacerlo fracasar, sacarlo de sus casillas emocionales, mediante perversas críticas mediáticas. Ellos aplican la frase aquella de “divide y vencerás”. Además, y es lo peor del caso, corre el riesgo de ser asesinado como ha ocurrido con el mandatario haitiano Jovenel Moïse, el estadounidense John F. Kennedy, el chileno Salvador Allende y otros.
Así, los jefe de Estado viven agobiados por las preocupaciones, duermen pocas horas y no descansan lo suficiente, por temor a colapsar y no cumplir con las promesas de campañas electorales.
Es que sus adversarios son implacables y están al acecho a que cometa errores para descalificarlo política y moralmente. En un trabajo sucio.
Su agenda principal está concentrada en recaudar recursos financieros, solucionar problemas coyunturales, como salud, educación, transporte, alimentación, viviendas, reducir el desempleo o satisfacer los reclamos de una población que espera que el Estado le resuelva todo.
Todas esas cosas estresan. Es la razón de por qué a dos años de ascender al poder los presidentes pierden muchas libras corporales y muestran un rostro envejecido. Entonces, ¿por qué esa angurria de ser gobernante?