Durante las últimas dos décadas el presidente Vladimir Putin, de Rusia, ha mantenido de manera consistente la mayor tasa de popularidad entre los gobernantes del mundo, aunque ocasionalmente ha compartido su alto nivel de aprobación con otros mandatarios, como Angela Merkel, de Alemania; Justin Trudeau, de Canadá; Narendra Modi, de la India; Nayib Bukele, de El Salvador; Scott Morrison, de Australia; Manuel López Obrador, de México; y Luis Abinader, de República Dominicana.
Sin embargo, su decisión de invadir a Ucrania bajo el alegato inicial de defender la seguridad nacional de Rusia, no solo está conduciendo a su país a una severa contracción económica y al riesgo real de una conflagración internacional de consecuencias impredecibles, sino que también ha sometido al resto de la población mundial a una seria escalada inflacionaria y desabastecimiento de productos esenciales.
Independientemente de los predecibles acuerdos que deben imponerse a corto plazo para superar a un conflicto que no asegura ganancia de causa a ninguna de las partes, es muy probable que estemos asistiendo al fin de la era de Putin, el gobernante que más tiempo ha ejercido el poder en el siglo XXI, el gran artífice de la estabilización económica de Rusia -y de acuerdo a Mijaíl Gorbachov- el hombre que salvó a su país de la disolución.
La más reciente encuesta publicada por la firma Mitofsky, correspondiente al mes de enero, situaba a Putin con una valoración positiva de un 65 por ciento, empatado con Luis Abinader, y solo detrás de Bukele (81%) y Narendra Modi (72%).
Putin, que además de ser muy popular en su país, había ganado admiración en gran parte del mundo, incluyendo a Occidente, ha entrado de repente a un punto de inflexión que podría convertirlo en uno de los personajes más odiados del planeta.
La invasión rusa a Ucrania, acompañada de la destrucción de ciudades, asesinatos indiscriminados de civiles y la provocación forzada del mayor éxodo masivo después de la segunda gran guerra, mostrada con toda su crudeza por la televisión internacional y las redes sociales, está despertando a nivel mundial un creciente y generalizado sentimiento de indignación y condena contra Putin.
Cada lagrima de familias ucranianas impactadas por la guerra, cada imagen de mujeres, niños y ciudadanos inocentes masacrados por los ataques demoledores de los misiles y la artillería invasora, elevan el rechazo contra Putin en sentido proporcionalmente contrario a los niveles de aprobación que registró desde el momento en que se convirtió en el hombre fuerte de Rusia.
Pero el efecto de esta contienda no se reduce solo al escenario de la confrontación bélica, sino también a todos los pueblos del mundo, desde los países cercanos de Europa impactados por el flujo masivo de emigrantes y el encarecimiento de alimentos y servicios vitales, hasta los ciudadanos de las regiones más distantes, afectados por las graves implicaciones económicas del conflicto.
Lo lamentable de todo esto no es solo que Putin se haya pegado un tiro en el pie, revirtiendo contra él y la nación rusa una gran parte de las consecuencias políticas y económicas de la guerra, sino también el retroceso que plantea frente a los avances alcanzados por la comunidad internacional en la creación un clima de distención y coexistencia pacífica, a pesar de los conflictos regionales registrados en diferentes partes del mundo.