Es cierto que las remesas son una de las principales fuentes de ingresos de la economía dominicana, pero no es menos cierto que las mismas, por sí solas, no transforman el tejido socioeconómico ni generan riqueza.
Por Maria Victoria Abreu
Desde hace años venimos argumentando el importante rol que juega la diáspora en el desarrollo de su país de origen. El argumento se sustenta en el inmenso potencial de inversión e inclusión productiva y comercial que la diáspora tiene, a disposición de su nación de origen, si existieran los canales y mecanismos apropiados para que tal cosa suceda. Sin embargo, pareciera que el gobierno y el sector privado apenas empiezan a despertarse con la noticia. Se quedaron por mucho tiempo pensando solo en las famosas cifras de cuántos son y cuánto mandan en remesas, sin pensar en la capacidad de ahorro e inversión de la diáspora, y sin tomar en cuenta la posibilidad del capital político que representa.
Es cierto que las remesas son una de las principales fuentes de ingresos de la economía dominicana, pero no es menos cierto que las mismas, por sí solas, no transforman el tejido socioeconómico ni generan riqueza. Son transacciones relativamente pequeñas a nivel individual, que benefician a hogares específicos y cuyos usos a esos recursos recibidos generalmente son de consumo personal muy básico. Dinamizan la economía local, pero no generan riqueza que transforma un país o lo impulsa en su camino hacia el desarrollo. Además, la tendencia muestra que las remesas están relacionadas con el vínculo del que emigró con su país de origen, por lo que naturalmente, las segundas y terceras generaciones de ciudadanos en el extranjero tienden a perder el compromiso, y a poner en riesgo el flujo de remesas hacia la nación de origen de sus antecesores. En el caso dominicano, algunos expertos empiezan a decir que se alcanzó ya el pico de las remesas en la historia del país.
Y cabe preguntarse cómo es que los que se fueron, los que emigraron, los que no dudaron en dejar la isla atrás, son importantes a la hora de lograr que su patria crezca y progrese.
La diáspora, particularmente la que reside en los Estados Unidos, tiene la ventaja de vivir en un entorno en donde las oportunidades son infinitas. Tienen acceso a información y tecnología de punta, herramientas y mecanismos innovadores, capital humano de primera, conexiones comerciales con todo el mundo, perspectivas y conocimientos muy amplios, y capacidad crediticia que le permite invertir en donde tiene su corazón: su patria.
El real potencial está en que la diáspora esté presente en las decisiones cotidianas que afectan el desarrollo y el progreso de la nación de origen; se trata de participar en las discusiones público-privadas que guían las principales reformas estructurales del sistema socioeconómico nacional; se trata de empoderarse de un rol proactivo -y no reactivo-, mediante el cual la diáspora no es caja de resonancia, sino actor clave del proceso. Se trata de inclusión.
Ya existe la Primera Agenda de Cooperación y Desarrollo de la Diáspora Dominicana, creada en el 2021 por la Diaspora & Development Foundation, con sede en Miami, FL.
Ahora falta voluntad política y deseo del sector privado. Falta data actualizada de los dominicanos en el extranjero, faltan alianzas estratégicas que permitan movilizar recursos e instrumentos -disponibles en la actualidad pero no en uso en el país todavía-, falta modernizar algunos marcos regulatorios que impiden que sucedan cosas claves, falta que se valore e incorpore a la diáspora como actor relevante en cada discusión nacional y en los planes sectoriales. Falta que se reconozcan y se le de a la diáspora dominicana el rol y la voz que se merece, en todos los aspectos del desarrollo nacional.