“Sobre ellos se han erigido terribles estructuras de poder, públicas y privadas, que pautan y manipulan sus vidas sin que tengan ni una chispa de control sobre ellas”.
Por Isidro Tejada
En las sociedades actuales se ha producido un fenómeno profundamente extraño respecto a las sociedades predecesoras. Los individuos que la constituyen han desarrollado una persistente aversión al compromiso comunitario. No desean participar de manera consistente en la construcción de sus sociedades. Se muestran evasivos y apáticos al respecto. Su aversión es tan fuerte que prefieren pagar su descompromiso antes que comprometerse y participar en la construcción de sus comunidades. Su deseo es que se los dejen tranquilos, lejos de todo compromiso comunitario. Para estos individuos la comunidad, a pesar de no poder existir sin ella, ha muerto.
La mentalidad de estos individuos y la pasión que la anima es la esencia y el motor de las sociedades actuales y que desde la “Condición posmoderna” de 1979 de Jean-François Lyotard se suelen tipificar de postmodernas. Esta mentalidad se encuentra presente en todas las interacciones que requieren de participación y vínculos comunes. Por ejemplo, para los individuos portadores de esta mentalidad, la escuela no es un motivo para la educación de los hijos, sino la ocasión para evitar las molestias de estos en la casa; el ayuntamiento no es el medio razonable para coordinar mejor su participación comunitaria, sino la oportunidad para alejar la molestia de tener que contribuir al orden y la buena marcha de la ciudad desde el rincón donde habitamos.
Pero de igual modo, pagar una administración del condominio no es la ocasión para que mejore la buena marcha de los servicios, sino la gran oportunidad de mandar a los vecinos al carajo y evitar la participación en la solución de los problemas que él mismo ha ayudado a crear; y visitar la iglesia no es el gran momento para conectar con dios y el hermano y mejorar el mundo, sino la ocasión para mostrar sumisión a dios a cambio de prosperidad mundana personal.
El supuesto subyacente a esta mentalidad es simple: la felicidad humana se realiza en el placer o más aún, es el placer. De ahí su imperativo práctico más urgente: realiza lo que te plazca, aunque por ello todo a tu alrededor se hunda. Y su enfático grito de guerra: lucha contra todo lo que se oponga al placer que deseas. Un grito que supone a la vez la presencia de un profundo y compulsivo deseo: el deseo de la libertad absoluta. Pues “si no tiene libertad absoluta – se nos dice silenciosamente – no podrá obtener absolutamente los placeres que albergan tus deseos”.
Sin embargo, por mor de la realización de estos apremiantes y coercitivos deseos, los individuos posmodernos – llamémosles así – han perdido el control sobre sí y sobre sus propias comunidades. Sobre ellos se han erigido terribles estructuras de poder, públicas y privadas, que pautan y manipulan sus vidas sin que tengan ni una chispa de control sobre ellas. Unas estructuras, sin lugar a duda, sancionadas y legitimadas por estos mismos individuos como buenas y validad desde el ejercicio de su supuesta “libertad”; unas estructuras para las cuales, sin embargo, ellos mismos no son más que una pieza de su propio sustento.
Las estrategias de las que se valen estas estructuras para imponerse son simples pero poderosas: la promesa de placeres y conforts infinitos sin otra obligación más que la de pagar, muchas veces acompañado del cebo de lo gratis. Es una estrategia eficiente y eficaz que explota ciertas disposiciones biopsicológicas nuestras como la expectativa hacia lo novedoso y placentero, y la tendencia a evadir esfuerzo y el sacrificio. Por eso la estrategia apunta hacia estas disposiciones y el único compromiso se reduce al pago. “Si pagas – nos hablan soterradamente – tendrás derecho a exigir derechos sin las molestias de las obligaciones que los otros te quieran requerir y te colmaremos de placer y confort infinito, sin esfuerzo alguno”.
Por medio de esta promesa se impulsa y desarrolla el descompromiso comunitario del individuo postmoderno. Por medio a esta se ha culturalizado e institucionalizado este descompromiso y para ello ha contado con el explícito e irracional apoyo del individuo “absolutamente libre y racional” procedente del mundo moderno, actualizado ahora como individuo libre deseante por el mundo postmoderno.
Pero la “libre acogencia” de está promesa, por lo demás altamente motivante, es el medio por el cual los poderes postmodernos logran succionar cuantiosos recursos a esta masa de “individuos libres” para engordar las insaciables oligarquías actuales, a la vez que los controlan sin ningún compromiso con ellos. Pues para su consecución la sociedad actual provee el más extraordinario y antiguo artilugio humano: el dinero.
Si la libre realización de los placeres deseados es la gran meta del individuo postmodernos, el dinero habrá de ser su gran medio. Tanto como para que este individuo piense en el dinero como el portador de la libertad. Si el logro de placeres es su misión su estrategia deberá ser obtener dinero. De este modo se articula la gran alianza entre el placer y el dinero.
Ahora, la búsqueda compulsiva de placer del individuo se trasladará a la búsqueda compulsiva de dinero. Y a la inversa, la búsqueda compulsiva de dinero exigirá la búsqueda compulsiva de placer. Uno refuerza al otro motorizado por la pasión mutuamente insaciable del deseo que los anima.
Anclado a esta trama el individuo se verá forzado a realizar una doble tarea: buscar dinero para liberarse de obligaciones y ganar tiempo para placeres. Todo su esfuerzo deberá enfocarse a la realización de estas compulsivas tareas. Pero en la realización de esas tareas, y la misión que las exige, no debe haber ética y moral, ni ley. El fin que se busca lo es todo, sin importar los medios; pues, para esta mentalidad demasiado, nunca será suficiente.
De este modo, el individuo “libre” de hoy, haciendo acopio y ejercicio de su “inalienable” “derecho al placer”, sin percibirlo, queda rigurosamente controlado y sometido por medio a sus propias disposiciones deseantes. Sin reparo alguno, todos se encaminan solícito a entregar montañas de dinero al Estado o a las grandes estructuras financieras, o a entregar sus informaciones personales a grandes corporaciones digitales, los medios de control más sofisticado, con el único propósito de que se los liberen de obligaciones y se los faciliten medios de diversión y placer infinitos a la carta.
Pero estas nuevas formas del poder que se implantan con la sociedad posmoderna, ya no son disciplinarias. Estas nuevas formas se desarrollan fuera de aquellos grandes centros de control disciplinario que impulsó la modernidad, y que tan diligentemente describió Michel Foucault. Más aún, estas nuevas formas de poder, con su inagotable energía derivada del deseo de placer, penetran, controlan y reorientan las estructuras y fuerzas socializadoras de las que se valían los poderes disciplinarios con los fines de llevar a su máximo acabamiento la gran maquina deseante descrita por Deleuze y Guattari en su “Capitalismo y esquizofrenia”.
Pará facilitar este acabamiento las nuevas formas de poder se amparan en una versión radicalizada del individualismo moderno que facilitan, apoyan e irradian las tecnologías personalizadas y convergentes derivadas de la actual computación con la explicita aquiescencia de los saberes bioconductuales actuales. Me refiero al individualismo posmoderno, el cual se funda en la creencia de que la facultad de realizar el placer deseado es la esencia de la absoluta libertad.
En este nuevo individualismo se funda el particular de base de esa gran maquina deseante en la que se han convertido las sociedades actuales: el individuo deseante de placeres y ajeno a sus raíces comunitarias. Particular de base que ha demandado una urgente actualización, una apremiante posmodernización de esa vieja institución llamada Estado para que deje de ser “impositora de obligaciones, esfuerzos y sacrificios”, y se convierta en facilitadoras de placeres, así como dispensadora de derechos de libertad de placeres como única obligación exigible a sus particulares de base deseantes. De ahí el nuevo papel del Estado: proteger los derechos de los individuos deseantes en vez de los individuos ciudadanos y sus comunidades.
Pero esta creencia, esencia de la posmodernidad, que viene desde abajo, ya había posmodernizado el mundo de las instituciones privadas. Primero acaparó a las empresas, luego a las organizaciones recreativas sin fines de lucro, secuestró a las familias, las iglesias, etc. En definitiva, todo absolutamente todo, actividades e instituciones, ha quedado alineado a la creencia de que la facultad de realizar los placeres deseados como esencia de la libertad absoluta es la misión del individuo. Todos, de un modo u otro, hemos sido atrapado por esta creencia. Escasas son hoy las personas que cuestionan la verdad que nos propone.
Sin embargo, por razón de esta misma creencia, de su extraordinaria y expandida presencia complacientemente compartida, el proceso de control no pasa como imposición, como dominio, como direccionamiento del individuo; sino como convincente solicitud libre, como espontanea demanda de este en tanto sujeto del derecho a ejercer su propia libertad como expresión de sus derechos a realizar sus placeres deseados. De ahí el gran poder de las estructuras de control postmodernas, pero también, de ahí su capacidad para neutralizar relaciones comunitarias genuinas entre los individuos absorbidos por la mentalidad posmoderna.
De modo que el triunfo de los placeres deseados como derecho del individuo ha supuesto la muerte del espíritu comunitario, de las normas éticos morales por el que se propulsaba, en función del establecimiento de las más grandes estructuras de dominación públicas y privadas jamás existente, constituidas al amparo de los deseos del “individuo libre” de la postmodernidad. Por ello nunca en la historia un poder obtuvo tan fácil su dominación como la obtienen las actuales estructuras de poder.