Si hay una obra del presidente Luis Abinader que el país debería estar apoyando a unanimidad, esa es el vallado fronterizo, y no es porque vaya a resolver el problema migratorio que tal vez apenas atenúa, o disminuir el contrabando , el tráfico de armas y de drogas, el robo de vehículos, o fortalecer la seguridad nacional del Estado dominicano, vecino de uno colapsado y en control bandas criminales de altísima peligrosidad, es que la existencia de una delimitación que no sea ficticia es una aspiración enarbolada por los forjadores de la nacionalidad dominicana desde la publicación del manifiesto independentista del 16 de enero de 1844.
Desde entonces quedó establecido que la línea que separaba a los dos países en los que se dividía la Isla Hispaniola, eran los dictados en el Tratado de Aranjuez de 1777, pero sólo era deseo porque al momento de la proclama de la independencia de la República Dominicana, buena parte de territorio correspondiente a nuestro país estaba poblado de haitianos, que se mantuvieron ahí hasta el trágico desenlace de 1937.
Desde la Restauración varios gobiernos dominicanos trataron de llegar a acuerdos con los gobiernos haitianos para alcanzar un tratado de delimitación fronteriza, basado en Aranjuez, pero los haitianos alegaron durante mucho tiempo que Aranjuez había muerto con Basilea, 1795, cuando España cedió a Francia la parte española de la isla, hecho que para ellos había borrado la línea fronteriza. Cada vez que un gobierno haitiano se ponía de acuerdo con el dominicano, lo pactado quedaba desautorizado por el congreso de Haití, hasta que por fin, en la gestión de Horacio Vásquez, se logró el tratado de 1929, pero aún así a los haitianos les quedaba un subterfugio para desconocerlo: en Haití no había un gobierno soberano cuando se suscribió ese tratado porque estaba bajo ocupación militar de los Estados Unidos.
Dos razones llevaron al Trujillo a negociar un tratado de rectificación en 1936: 1-el alegato haitiano de que el convenio de 1936 carecía de validez; 2-la progresiva haitianizacion de poblados que pertenecían al territorio dominicano. Con carácter pragmático cedió terreno e indemnizó generosamente a las autoridades haitianas para cubrir el costo de la reubicación de las comunidades haitianas que serían reubicadas en terreno de su país.
Además prohibió que en los medios de comunicación de RD se hicieran comentarios negativos de los haitianos, pero todo ese esfuerzo de nada valió, porque los haitianos incumplieron todo lo pactado y el problema de la haitianizacion del territorio dominicano continuó intacto, hasta que Trujillo apeló a la violencia.
Al fundamentar la importancia histórica de una clara delimitación fronteriza, el doctor Manuel Arturo Peña Batlle enfatizaba lo siguiente:
“Nosotros los dominicanos tenemos el deber de oponernos a que esta demarcación de ahora fracase como fracasó la de 1777.
Para llegar a ello estamos obligados a realizar los más grandes sacrificios y a poner en juego todos los resortes de nuestra vitalidad colectiva, nuestros recursos más recónditos y el último aliento de la nacionalidad. No olvidéis que la situación tiene peculiaridades extraordinarias y que todas ellas conspiran contra nuestro destino: para los dominicanos la frontera es una valla social, étnica, económica y religiosa absolutamente inquebrantable; en cambio, para los vecinos, la frontera es un espejismo tanto más seductor cuando mayor sea el desarrollo del progreso y más levantado el nivel colectivo en la parte española del este”.
Una barrera de separación erigida en paz previene tragedias .