Se sabe que la administración de justicia es débil, pero esto no exime de responsabilidad a los jueces.
La fiscal general, Miriam Germán Brito, siempre ha gozado del favor de la opinión pública desde sus primigenias actuaciones en calidad de jueza, hasta sus destellos actuales como fiscal general, sus declaraciones son seguidas con interés por grupos diversos y no siempre coincidentes. Con la sabiduría que les da su -prácticamente-, medio siglo en los quehaceres judiciales desde diferentes ángulos, hasta la malicia política de saber lo conveniente de lo inconveniente, se permite recetar prudencia a sus menores jerárquicos.
Esto no sería nada extraordinario, a no ser por las interpretaciones que se dan a sus declaraciones, las más socarronas, hablan de división al interior del órgano con el poder de acusar; otras hablan de posible entendimiento político con miras a las elecciones de 2024; unas terceras opiniones se transan por la ingenuidad de su consejo a sus menores.
Como podrá observar el amable lector, en la trípode planteada, se soslaya el problema principal, no abordado por la fiscal general, pero, tampoco por sus críticos a favor y en contra. Es el carácter primario del objetivo constitucional abordado. Es decir, se entiende que, la política pública en materia de administración de justicia del actual gobierno, va en el sentido, de enfrentar el flagelo de la corrupción, a partir de la existencia de un ministerio público independiente. Política que viene siendo desmentida por los hechos y por la actitud del presente gobierno que, no ha dado un adecuado presupuesto al órgano supuestamente independiente, sino que, por el contrario, plantea la necesidad de un ministerio de justicia que quebraría la unidad que el artículo 88 del Código Procesal Penal plantea sobre esa institución; a sabiendas de que el mismo, en el pasado, solo ha servido para que la cabeza del ministerio público narigonee a los jerárquicamente inferiores. O, como ocurrió en el pasado cuando, las denominadas fiscalías especializadas, fueron aplastadas hasta dejarlas como natimuertas. Por incumbentes que, si sacaron provecho político de ello, haciendo un daño institucional no evaluado, pero si latente. La sutileza de la magistrada marca una diferencia con las intromisiones del pasado.
En cualquier caso, los inferiores jerárquicos, plantean que los jueces no están a la altura de sus esfuerzos investigativos, lo cual es cierto, puesto que, la propia fiscal general, en el pasado, tildó de insuficientes las pruebas aportadas por los fiscales de entonces. De modo, que la sociedad toda y, el mundo jurídico en particular, entienden junto a los fiscales anti corrupción que, ahora si hay suficiencia probatoria. Así las cosas, ¿cómo explicar las decisiones de los jueces o, lo que es lo mismo, el hecho de que los fallos de los jueces actuales no difieren de los del pasado?
La crítica de la fiscal general se limita a pedir paciencia. Pero no aporta nada sobre este particular muy suyo; tampoco se indica el por qué los jueces obvian fallar con base al artículo 146.3 de la Constitución que consagra la inversión de la carga probatoria en materia de corrupción, circunstancia avalada por los tratados internacionales sobre corrupción que, desde el pasado siglo, ha suscrito del Estado Dominicano, y, que, con tanta insistencia aborda la Comunidad Internacional por intermedio de Naciones Unidas y sus órganos especializados. Hechos jurídicos abordados por el derecho positivo dominicano con normas actualizadas y con un marco constitucional que convierte en ley interna los tratados suscritos sobre la materia.
Se sabe que la administración de justicia es débil, pero esto no exime de responsabilidad a los jueces, al revés, los obliga a ser más osados hasta conseguir su independencia y su imparcialidad. Deben estar prestos a constituir el denominado gobierno de los jueces, en caso de que fuere de lugar.
El mayor mal de la democracia dominicana en construcción es la irresponsabilidad judicial de la clase política enmarcada en las doctrinas Hipólito y la doctrina Euclides Gutiérrez Félix. Este es el meollo del asunto, es sobre este particular que debe girar la discusión.
En realidad, la corriente del perfeccionismo democrático que defiende Giovanni Sartori, politólogo defensor de la democracia que se afianza en el conservadurismo de Benjamín Constant para justificar la irresponsabilidad de los políticos corruptos, ha quedado superada por corrientes que, si bien no asumen al filosofo revolucionario, tampoco acogen al filosofo rey. Es decir, más allá de progresismos y de conservadurismo, el Estado constitucional, se afianza cuando es capaz no sólo de someter a control judicial a los políticos corruptos, sino cuando es capaz de condenarlos.
De ahí la importancia del neoconstitucionalismo que avanza en Suramérica. De ahí la importancia de que la tenue crítica pública de la fiscal general haya provocado tantos comentarios. Porque la opinión pública no está dispuesta a admitir ni la doctrina Sartori, ni la teoría de Hipólito, ni mucho menos la de Euclides Gutiérrez Félix.
La democracia dominicana va por más porque así se viene decidiendo en Latinoamérica. Es más, el constitucionalismo español debate desde el poder el imperio del conservadurismo y la entrega del progresismo cuando de corrupción se trata.
El tema tendrá, de seguro, un desenlace positivo. La época de la manipulación de las masas no es posible hoy porque el individuo se ha convertido en el centro de la democracia y no va a admitir reglas diferentes.
Es decir, si ciudadanos de a pie, si comerciantes e industriales tienen que pagar por los hechos anti jurídicos que cometan ¿por qué los políticos no? DLH-1-01-2023