López Obrador también termina aleccionado porque su prédica consistía en reducir la criminalidad entendiéndose con ella.
La carrera criminal de Ovidio Guzmán López, hijo del Chapo Guzmán, marcó su techo el 17 de octubre del año 2019, cuando las autoridades mexicanas lo apresaron en su natal Culiacán, y se vieron obligadas a dejarlo ir para evitar que corriera un río de sangre en el que la población civil iba a cargar la peor parte.
La oposición criticó ácidamente al presidente Andrés Manuel López Obrador, porque la decisión dejaba entrever que el monstruo bíblico más poderoso: el Leviatán, lo representaba el crimen de narcotráfico, y no la autoridad del Estado, que es la que entiende Thomas Hobbes que debe prevalecer como garante del contrato social.
Hábil, despiadado, temerario y corajudo para su oficio, pero escaso de racionalidad, el vástago de Joaquín Guzmán Loera, no alcanzó a ver que todo había acabado, que el mal menor consistía en pactar su entrega, condicionándola a la no extradición a los Estados Unidos, donde le aguarda un futuro similar al de su padre, pero por el contrario entendió que el hecho demostraba que con él nadie podía.
¿Y por qué razonar así? ¿Era el apodado ratón más poderoso que Pablo Escobar Gaviria o que el Chapo Guzmán, o una caricatura de ellos?
El poder envilece, y el que tenía Ovidio para mandar a masacrar, dejando a un gobierno democrático a expensas de esas consecuencias, lo hicieron percibirse como intocable, cuando, en verdad, nadie lo es.
Nayib Bukele, discípulo de Recep Tayyip Erdogan, el autócrata expresidente turco, ha extremado en sus métodos, pero está tan claro como lo estuvo Benito Mussolini, de que en un país no puede tener dos gobiernos, el de las organizaciones criminales y el del Estado.
López Obrador también termina aleccionado porque su prédica consistía en reducir la criminalidad entendiéndose con ella. Con programas para invitar a los narcotraficantes a deponer la violencia, ofreciéndoles caminos para la reinserción social, iba a resolver la problemática, pero casi al final de su administración se ha percatado, que no hay de otra: en México o gobierna el crimen o lo hace el Estado.
Esta vez la captura de Ovidio ha producido otro maremoto con decenas de muertos, pero México como quiera los tiene a diario, y la única forma de pararlo es reduciendo a su mínima expresión a las organizaciones criminales. Si estuviera en los zapatos del otro hermano de Ovidio, pactaría mi entrega.
Con el Chapo Guzmán condenado a cadena perpetua, Estados Unidos va a tolerar que el cartel que él formó y llevó a su máximo nivel, se renueve y siga operando bajo la conducción de sus hijos, porque así la drástica sanción punitiva que ha recibido el padre no estaría aportando ninguna enseñanza.
Que se formaran otros carteles y que la droga seguirá fluyendo hacia el mercado de los Estados Unidos, de eso no hay ninguna duda, como tampoco de que la violencia en México no va a atenuar de la noche a la mañana, pero indiscutiblemente al demostrar que todo reinado criminal es efímero, se avanza en la pacificación de nuestras sociedades.
El que quiera ver el espejo de lo que pasa cuando un país se abandona a la merced de las bandas criminales, solo tiene que mirar hacia Haití, que a la condición del más pobre de la región le agrega la condición del más caótico, sumido en una crisis humanitaria de la que no tiene posibilidad de levantarse sin la fortaleza de la autoridad estatal.