Una marejada humana compuesta por varios centenares de fieles de la grey católica y uno que otro curioso atrapado en la envolvente magia de un singular evento religioso, se desplaza, en procesión, por una de las calles principales de la taciturna población.
Entre el incesante sonido del arrastre de los pasos, el infaltable cuchicheo de la muchachada y las profundas oraciones y canticos pletóricos de fe pronunciados a viva voz por las beatas y demás creyentes, con una gangosa voz que se eleva por encima de la gente con el auxilio de altoparlantes, el sacerdote dirige a cal y canto las riendas del recorrido, mientras que, en la semi penumbra de cálidas alcobas, aquellos que aun batallan con sábanas y almohadas, dan seguimiento a los aleccionadores textos de la Santa Biblia que se escuchan en lontananza, en los que se hace alusión a las hazañas y proezas del humilde hijo de un carpintero, venido al mundo para asumir, en sí mismo, la redención de la humanidad.
Desechando el encanto de la habitación, que nos hace guiños para que permanezcamos envueltos en el disfrute de los mundanos placeres que nos han mantenido virtualmente atados a Dajabón por algo más de tres días, hemos hecho fuerza de voluntad y, en breve, ya estamos listos para unirnos, llenos de fervorosa devoción, a la caravana que avanza, allá afuera, en ruta hacia el denominado Santuario del Cristo del Perdón.
Sin miramientos de ropaje ni atavíos y con la prisa que el caso amerita, encaminamos las pisadas hasta alcanzar a la retaguardia del enjambre humano que se desplaza, lentamente pero con pasos firmes, hacia las afueras de la población, en ruta hacia Monte Cristi, hasta un punto de relativa elevación que fue hábilmente escogido por los visionarios y abnegados sacerdotes de la Misión Fronteriza Jesuita para construir un centro de veneración en regalo al pueblo de Dajabón, como una forma de mantener vigente entre los moradores de esta parte del noroeste dominicano la fe cristiana, la hermandad y el apego a la Patria.
La citada estructura está conformada por un trio de cruces, de las cuales, en la del centro, se destaca una impresionante imagen de Jesús crucificado, en directa alusión e invocación al pedimento al Altísimo en pro de soluciones a los males y necesidades de la gente que convive en estos linderos de la Nación y, por extensión, en auxilio de toda la humanidad.
A poco andar, y cuando nuestros ojos se habían acostumbrado en parte a la penumbra de la madrugada, comenzamos a notar, primero como algo casual y después con un dejo de suspicacia, el avance, paso por paso y junto al grueso de los caminantes, de una gallina de mediano peso y tamaño que, inexplicablemente y sin ninguna lógica se desplazaba a aquellas horas, en la misma dirección que los caminantes, sin importar el murmullo ni la cercanía de las personas que, pletóricos de fe, se dirigían hacia el sagrado recinto.
Lo primero que hubimos de notar en aquel surrealista escenario fue el hecho de que nadie de entre los andantes aparentaba haberse percatado de la presencia de la sinigual ‘procesionista’; Más aún, en vez de causar asombro, todo hacía suponer que la caminante formaba parte del conglomerado de devotos que, con su humilde caminata ofrendaban, a su manera, una muestra de sacrificio y devoción en homenaje a quien dio su vida por todos nosotros.
En llegando a los dominios del recinto, el sacerdote oficiante púsose a la cabeza de la feligresía y, mientras resonaban en lo alto los canticos y acordes que forman parte de estas celebraciones del ritual católico,u comenzó a ascender con extrema unción los múltiples escalones que conducen a la planicie en donde fuese erigido el simbólico monumento religioso.
Tras él y siguiendo la tradición y el respeto a las normas en esta clase de eventos, fuese desparramando el grueso de la comitiva, hasta llegar al punto de quedar abarrotado todo el espacio circular alrededor del calvario de tres cruces, con el cura dispuesto a oficiar la misa y la muchedumbre preparada para escuchar el mensaje sagrado en total silencio y devoción.
A pesar del respeto que demandaba la ocasión, confieso que, hasta ese momento, todavía bullía en mi interior, como en el vórtice de un huracán, la incertidumbre y el asombro por lo que había estado observando en el curso del recorrido.
Cuando la marejada humana se precipitó, ascendiendo las escalinatas del recinto religioso, por momentos perdí contacto visual con la atípica ‘procesionista’ de marras. Supuse que se había perdido entre el torbellino que, con sobrada razón, se batía en forma afanosa en busca de lugares preferenciales desde donde los fieles pudiesen estar en las cercanías y dentro del área de influencia de la aureola mística que habría de difuminarse en el entorno y, en consecuencia, más a tono con el mensaje divino que allí habría de ser difundido, en breve.
Pero resulta ser que, mientras procedía con la finalización del recorrido y me encaminaba, a mi vez, en busca de una ubicación que me permitiese escuchar con claridad el tan necesario y oportuno mensaje divino, de buenas a primeras pude observar, nueva vez, a la gallina de marras, ascendiendo los escalones, uno a uno y sin mostrar dificultad, ofuscación ni cansancio, como sería lo usual en estos casos. Nueva vez, esta atípica e incansable caminante exacerbaba mi curiosidad, motivando situaciones inexplicables que escapaban a mi humilde entender.
Mientras resonaban las demoledoras palabras del sacerdote implorando por la vigencia del respeto a la vida, la paz y el amor, entre el torbellino de creyentes y piadosos que abarrotaban, aquella madrugada, la dilatada escalinata, la planicie, las banquetas y todo el entorno de la estructura, la imagen de la sorpresiva visitante se perdió de repente entre la muchedumbre,
… y jamás le volví a ver!
Aquella sinigual experiencia, que ocurrió un Viernes Santo, se quedó grabada en mí como un nostálgico recuerdo que quise desempolvar este día, en homenaje fraternal a Chío Villalona, quien, con puntualidad meridiana, asiste cada año a esta cita de los dajaboneros con la espiritualidad. Sergio Reyes II.