Avanzamos en el tiempo sin hacer una escala. Y a esa compañía donde llega como empacador, vuelan 20 años.
Por Jason Prats
Con esta me bautizo. Es mi primera de lo que espero sean muchas Conversaciones con la Diáspora. Claro, hasta que me toque pasarle la experiencia y responsabilidad a otro joven, como han sido pasadas a mí.
Los que las han leído antes, ya saben de que se trata. Y los que no, pues les avanzo que los intercambios dan a conocer las historias de nuestros compatriotas inmigrantes. Los intercambios se sumergen en relatos de lucha y retos. De como cayeron y como se levantaron. De como comenzaron a echar raíces y a cosechar los frutos de esta nueva nación donde residen.
Edgar González, es uno de los nuestros. Pero su historia es la de todos que emigramos.
“El muchacho con mucho pelo”, como sus amigos de infancia lo recuerdan, nació en la década donde según él, iniciaron los cambios en la comodidad de vida de muchos de nuestros países. Por allá, cerca de la costa norte, en un pueblo que, para esos entonces era remoto, por su falta de acceso. Villa Isabela, Puerto Plata.
Desde niño mostró más interés por ganarse un dinerito que por los deportes y el juego en las calles. Tenía la madurez y la inquietud necesaria para el canje con beneficio. Por cómico que pueda sonar eso. Sin embargo, todos conocemos a un amiguito de infancia que tenía habilidades para el negocio y la conquista.
Su primer negocito.
Su primer y noble emprendimiento, lo fue una paletera surtida y bonita, pintada en tricolor, como los colores que aun identifican su sonrisa. Desde ahí vendía bolones, galletitas, cacaítos, chicles, mentas y todo tipo de golosinas. Y según recordamos todos, ahí también vendían cigarrillos y fósforos, aunque nos cuenta que no fue su caso. Eran los años setenta y la paletera era el gesto de microempresario más fácil de echar andar. El inquieto pajonú, en poco tiempo, no era de fácil conformar. Además del puestito de venta ambulante, también montó uno de servicio. Edgar pensó, quien carga una cajita, carga dos. Y con ello se diversificó y también comenzó de limpiabotas.
El primer negocito y este otro emprendimiento lo haría a escondidas de su protectora madre, quien no quería que su pequeño estuviera en las calles ambulando y tratando con extraños. Profesora por vocación y dedicación, ella siempre quiso lo mejor para sus hijos.
Para su adolescencia, ya iniciando los años 80 y con apenas 12 años, Edgar ya ganaba buen dinero. $250 pesos la quincena. Mucho para un niño y mucho para la época. Me parece que la cifra está equivocada y mucho menos vendiendo dulces o brillando zapatos. Pero me dice que lo lograba ordeñando vacas con su abuelo y vendiendo la leche de estas. “Tú tienes que saber, que una cervecita negra, costaba 5 cheles y una Coca Cola, 25…”, me aclara, Edgar. Era el único varón de la casa, junto a su abuelo, Jesús María, quien llevaba de nombre ‘Bollote’ en el pueblo. Con el compartía la responsabilidad de traer la comida al hogar para sus hermanos y hermanas menores, y su madre también. Lo que ganaba como educadora no le daba para mantenerlos a todos.
A pesar de las responsabilidades, el hijo de la profe nunca descuido sus estudios. ¿Y cómo? Ella nunca lo hubiese permitido. Y con empeño, Edgar terminó el bachillerato a los 16 años. Y lo hizo con una especialidad en Matemáticas.
Recuerdo un adagio de mis abuelos que decía. El puede que no sea letrado, pero sabe de números¨¨, al referirse al señor que vendía pasteles en hoja en las patronales. Esa misma metáfora la escuché una vez en la Capital, cuando otra persona se refería a un paletero por las cercanías del Parque Colon, en la Zona Colonial.
Edgar se fue del pueblo camino a la UASD a estudiar contabilidad: Esos eran sus planes. Pero el que está en proceso de una residencia, nunca sabe cuándo esa noticia llega. ¡Y le llegaron los papeles! Su tío había hecho la solicitud de residencia para su madre, él y sus hermanos años antes.
El hijo de Maritza llegó a América sin haber culminado su desarrollo físico e intelectual, pero si con astucia. Su plan fue trabajar muchas horas y ahorrar dinero para volver a su Quisqueya lo antes posible. No bien había llegado y ya estaba diseñando su partida. ¨Pues llegando a RD me compro un Datsun 120i pa’ conchar y hacer carrera”. Poco sabia el que viviría de carros. Aunque no necesariamente así.
Fueron días difíciles, esos primeros. Como los son para todo el mundo. Te cuestionas si vale la pena, pues la comodidad siempre se asoma como el peor enemigo de lo posible. La prosperidad te hace ver trabas donde no hay. Nunca te la pone fácil. Te hace notar confrontación entre la oportunidad y el idioma, entre el desvelo y el clima y entre la motivación y los complejos que descubres como inmigrante. Te ves continuamente obligado a ver quién te pregunte si vuelves, para de inmediato responderle que sí.
Echando raíces.
El muchacho añoñado de su abuelo me expresa como si yo tuviera que ver con eso, “eramos siendo pobres, pero ricos, porque en el pueblo no nos faltaba nada.” Pocos no sabíamos que nonos faltaba nada. Que éramos ricos, hasta que llegamos aquí. Edgar me hace ese comentario con un brillar de ojos, reviviendo esos años.
En el nuevo y primer mundo, le tocó arrancar como empacador en una factoría de hierros para construcciones, ganando apenas $3.75 dólares la hora, a principios de los ‘90. Al final de cada tanda, era responsable de limpiar los baños.,
Avanzamos en el tiempo sin hacer una escala. Y a esa compañía donde llega como empacador, vuelan 20 años. Tan rápido como pasa el tiempo fuera del país y más en Estados Unidos. Dos décadas atrapado en lo cotidiano. Fajao. Amaneciendo cuando fue necesario. Sacrificando fin de semana y dejando de tomar vacaciones. Cubriendo por otros y asumiendo el silencio como estrategia cuando no convenia alzar la voz. Y un día al abrir los ojos, ahí está. Es el Gerente General sin ser blanco, sin tener un bachiller o universidad gringa y con “ingles malo”, se describe Edgar.
Colocado en la dirección sobre 180 empleados, muchos de estos que criados y estudiados aquí. Sin embargo, “yo lo que sabia era trabajar…” nos dice Edgar. “Ni pensaba que tuviera las cualidades para dirigir a tantas personas.” Como muchos dominicanos, que llegamos aquí, solo sabemos trabajar honradamente, pero a la vez subestimamos la gran capacidad que tenemos de liderar. No hay una semana que no conozca a un dominicano en una posición de dirigencia. Tratar con gente es de dominicanos. Y más en un país como Estados Unidos donde a diario interactúas con media docena de gente de diferentes países y costumbres.
Continuar escalando.
Si el perfil de Edgar se pudiera resumir, se definiría como “destino”. Pero no el fácil. Sino el que requiere de afán. El de enfrentar conflictos con acción. Incertidumbre con empeño. Dios solo le otorga retos a quienes sabe que pueden superarlo. Eso nos enseñan en la Patria cuando vamos al catecismo o escuchamos misa los domingos. Y como ha de esperarse. La compañía donde había agotado su juventud y parte de su adultez se va a la quiebra.
El puertoplateño cae de la cima que se había fabricado. El resultado de su sudor. En limbo. Duró casi de un año sin saber que rumbo tomaría su vida. Vendiendo carros en el dealer de su cuñado. Ayudando a cuidar un señor mayor y discapacitado. Y de chofer de su antiguo jefe en varias ocasiones. Rara analogía. El chico que veía como la cima, el poder regresar a la Patria para conchar y dar carreras en un Datsun, hoy la vida le llevaba a ese deseo de una vez, para recordarle que ese sueño no estaba a su altura.
Edgar, como todo desempleado inmigrante, no veía un claro presente. Ni mucho menos un futuro. Aquí es cuando la educación vale cuarto. Donde la experiencia no vale de nada. El hijo de la Profesora Maritza ahora estaba a merced del destino, el cual siempre va obrando tras bastidores. Como aquellos que trabajan en servicio al cliente a través del teléfono, que siempre nos dicen, mientras nos tienen en espera, “aunque no me escuche, estoy trabajando con usted.”
Siempre he escuchado que el dominicano no ayuda al dominicano. Pero la idiosincrasia nos muestra lo contrario. El dominicano siempre ayuda a los suyos. El asunto es que el emisor siempre está a la sospecha de que le puedan quedar mal. Que no es la misma cosa.
El asunto es que un primo, de esos que todos tenemos. De los que están pendiente de los suyos y de los demás. Ese primo le avisa sobre la apertura de una posición de Gerente en un restaurante de la compañía donde trabajaba. Y coronó Edgar. Consiguió el trabajo. Pero en casa de gente pobre, la felicidad dura poco. Su esposa, amiga y madre de su tercer retoño padecería de un cáncer, que en un año pondría fin a su vida.
Choques impactantes que da la vida. Hoy Edgar reside en Fort Lauderdale en el sur de la Florida. Es un padre soltero y con el timón en mano, sigue en busca de esa estabilidad y satisfacción que estas aguas ajenas le prometieron. Su historia es propia y muy parecida a la de todos inmigrante. Llena de esperanza y desdicha. Completa de ilusión capaces de confrontar la decepción.
El nieto de Bollote, recordando a su abuelo, no deja atrás su plan de pronto regresar. Pero eso ya lo hemos pensado o escuchado todos. Ese plan lo tenemos todos impregnado, regresemos o no. Nunca, se imagina uno lo que su porvenir le guarda. Como tampoco nunca aceptamos que, estas aguas ajenas, son nuestras.
Jason Prats
Diaspora & Development Foundation