Por Jason Prats.
Pembroke Pines, Florida.- La Ciudad Corazón, le llaman. Por encontrarse geográficamente en el pecho del territorio de la República Dominicana. Y, además, por la nobleza de su gente. Entre esos santiagueros de sentimiento noble, está Edward Taveras, con quien coincidimos en la ciudad de Pembroke Pines en el Estado de la Florida. Lejos del terruño, pero el suelo cibaeño muy dentro de él.
Sé que algunos se preguntarán, ¿Cómo es que luego de esa descripción de su amor por Santiago, nos topamos con Edward tan lejos de ella? ¿Por qué salir de una ciudad bella y llena de gentileza? Pues la respuesta es fácil. Todos los inmigrantes que hoy hacemos patria en casa ajena, conocemos las múltiples razones. No siempre ingenia uno el éxodo. En ocasiones las circunstancias lo dictan. Sin embargo, el amor por el lugar de procedencia es y siempre será un acto genuino y que no requiere de esfuerzo. Reitero, de corazón.
En los años que le tocó residir en Santiago, Edward tuvo la dicha de contar incluso con más de un sector como terruño. Sus días estaban divididos entre la casa de su padre en el sector de Los Reyes y la finca de sus abuelos en Jacagua. Siendo el hermano mayor de dos hermanas y un hermano paterno, le tocó servir de ejemplo y dirección para sus deudos menores. Rutina diaria de escuela en las mañanas, pal’ “play” al medio día y en las tardes a ayudar a su abuelo con las plantaciones de la finca.
Para cualquier niño o joven, los fines de semanas, parecerían guardar mayor esperanza de ocio. Pero Edward estaba a cargo del ordeño de las vacas del abuelo. Y mientras no terminara esa tarea, no podía soñar con vestir el uniforme de cátcher y jugar el juego que le apasionaba. “¿Tú sabes cómo hay cosas que verdaderamente, hacen feliz a uno?… Pasar tiempo en la finca y jugar pelota, esos eran mis mejores momentos”, nos cuenta Edward.
Pero esa felicidad que había conocido fue interrumpida. “No me quería ir”, me sigue contando. Edward con 16 años, confronta a su familia, luego que su madre, Fiordaliza, junto a su padrastro americano, solicitan su visa con intención de residencia, para que se fuera a vivir con ellos a la Florida. Dos años antes de que le “llegaran los papeles”, él fue visado como turista y visito la familia de su padrastro en el estado de Vermont. “Muy linda la nieve los primeros días, pero ya luego, no aguantaba ese frío. Y le dije a mami que no quería vivir ahí.” Nos cuenta que luchó hasta que le llegó la comunicación que dicta fecha límite para entrar a Estados Unidos, sino la misma sería “rebotada”. Los que han vivido esa realidad, saben que todo al que se le “pide”, sufre de amnesia de que algún día tendrá que irse. No siente el peso de la solicitud hasta el día que le llega el reclamo.
El 19 de noviembre del 2007, Edward llega a Estados Unidos. Inicia sus estudios en una escuelita pa’ aprender Inglés. Y de inmediato comienza a trabajar en un “car wash”. No tarda 6 meses sin justificar escaparse de regreso a ver su papi Eduardo; su tía María; su abuela Mercedes, “la general” de la familia; el abuelo Rafael y sus Águilas Cibaeñas. El lugar donde no era un extraño.
El aguilucho desde chiquitico, no solo era un amante del beisbol como cualquiera de nosotros. Edward aprovecha ese escape a la isla para empeñar su tiempo jugando pelota unos meses en Monte Plata, buscando el sueño dominicano de ser “firmado”. Se quedó en casa del ex-pelotero profesional de los Mets, Samuel Martínez. La madre de Samuel, mamá Cali, cuidó de Edward y le brindó todo el apoyo, como cualquier madre haría. Cuando se acercaron los 6 meses de estar en RD, inicia entonces la lucha por no querer volver. “Y Jasón, me tocó regresar a Estados Unidos, molesto con la vida.” A lavar carros e inventar con los muchachos a poner tintados en los cristales de vehículos y a “pasar cable” para instalarle equipos de música.
En busca de mejores ingresos y estabilidad, Edward pasa por la escuela laboral de McDonald’s. Ahí reconoce la esencia del beisbol desde otra óptica. Disciplina y trabajo en equipo. Y dura tres años, trabajando allí. Se encuentra él, y la encuentra a ella. “Jason. Agradezco mis años trabajando en McDonald, porque ahí conocí a mi princesa.”
Hasta la fecha, Edward había logrado todo este ir y venir de pelota, trabajo y paseo, sin carro. El muchacho andaba a pie. Imagínense. Enamora’o y ahora viviendo en lo más profundo de Miami, con su tía María. Por allá por Homestead. A dos horas y 75 kilómetros de Broward, donde vivía su novia. El condado más al norte del Miami. Edward no sabía que hacer. Andar a pie en Miami es prácticamente imposible.
Pero el enamora’o es más dichoso que un pavo en navidad. Un pana le ofrece una salida, nos cuenta. “Oye, tengo un Civic viejo tirao’ en el patio. Y si logras prenderlo, ¡es tuyo!” Edward fue con fe a comprarle una batería “y cállate muchacho, el carro prendió. Le pregunté ¿cuánto te doy?”, el amigo me responde, ¿cuánto tienes ahí? $280, le digo.” Lo único que le quedaba en el bolsillo. Pero tener su primer carro, valía mucho más que eso.
Pero como en casa del necesitado, dura poco la alegría, el carrito no aguanta el fuete y se le explota la transmisión. Lo que cede al escenario de abandonar Homestead y rogar por el apoyo de los padres de su novia, para que le permitan vivir juntos bajo su techo.
Continúa…