El problema es que la política se convirtió siglos después en un fructífero negocio.
El mejor ejemplo que pudieran recibir siempre los dominicanos del liderazgo político sería mantener una conducta civilizada para garantizar la paz y la tranquilidad ciudadana, básicamente teniendo en consideración que su comportamiento influye, de manera positiva o negativa, en la sociedad.
Obvio, es una tarea, al parecer, difícil de cumplir a juzgar por las actitudes que en el diario vivir demuestran esas personas en los diferentes escenarios públicos. La violencia verbal mediática, las acusaciones sin evidencias probatorias y el afán de enriquecerse mediante las jornadas corruptas, son quizás sus principales defectos.
Se ha dicho que la política es una ciencia y se define como una actividad orientada en forma ideológica a la toma de decisiones de un grupo para alcanzar ciertos objetivos, de ejercer el poder con la intención de resolver o minimizar el choque entre los intereses encontrados que se producen dentro de una sociedad.
Ese término ganó popularidad en el siglo V cuando el filósofo y científico griego Aristóteles desarrolló su obra titulada “Política”. Sin embargo, las generaciones posteriores le han dado un uso muy acomodado.
Se asegura que el ser humano nace con vocación política. Creo que eso es cierto. El mejor ejemplo de ese razonamiento lo encontramos en los niños. Cuando se sienten incómodos o tienen hambre, dan gritos desesperados que obligan a las madres a prestarles atención o satisfacer de inmediato sus demandas alimentarias.
Ya convertidos en hombres, siguen el mismo patrón exigiendo derechos adquiridos que son negados en determinados momentos, como alimentación, nacionalidad, educación, transporte, libertad y expresión, entre otras prerrogativas. Eso es política.“Quién no grita, no mama”, dice una antigua frase.
El problema es que la política se convirtió siglos después en un fructífero negocio y en un instrumento de codicias sin límites, teniendo la demagogia, la mentira, el engaño y la ambición como las principales herramientas para llegar al poder o sobrevivir a las adversidades cotridianas.
Es la razón por qué la gente se mete a la política. Quiérase o no, ya es una profesión que en el mundo a las personas da poder, estatus social y económico. Su blanco de público perfecto es el individuo ingenuo, aquel que le cree sus mentiras y las promesas que pocas veces cumplen, que los conduce a las urnas como borregos.
Luego de llegar al poder, a esos votantes no les cogen las llamadas o los entretienen con promesas de buscarles empleos que nunca llegan.
La demagogia es muy efectiva en la política, sobre todo cuando se está en campaña electoral. En esas circunstancias se acuden a las estrategias tradicionales más efectivas: abrazar viejitos y niños andrajosos, visitar hogares desvencijados, carcomidos por la pobreza, y hasta comen en contra de su voluntad algo que le brinden en alguna de esas visitas programadas para asegurar la foto que mandarán a publicar.
Es que la malicia está a la orden del día en la agenda política. Desde la oposición la misma se trabaja las 24 horas, sin descanso, armando una agenda destructora pretendiendo en cuatro años derribar al enemigo que está administrando el Estado ante la sospecha de que pudiera repostularse.
La meta es halar la alfombra del pie del adversario para que se desplome. Para esa tarea, se auxiliarán de aliados condicionales ubicados en los medios de comunicación y las redes sociales que se encargan de difundir las declaraciones maliciosas, cuidadosamente configuradas y manipuladas, de los dirigentes opositores.
En ese entramado, la jornada más deshonesta y perversa la ejecutarán los denominados “Creadores de rumores”, una estructura que se especializa en diseñar campaña de desinformación para confundir al público. Con equipos sofisticados, usan fotos falsas y relatos en primera persona para crearle ilusión de una crisis en progreso, que después difunden en las redes sociales. Prima en todo esto el antiguo principio de que “el fin justifica los medios”.
Naturalmente, y tal vez es lo más interesante, el poder político cuenta con asesores que están al acecho de esas tramas y, como es de suponer, actúan a la velocidad de la luz para desactivar cualquier intento de desacreditar las obras gubernamentales. Eso es lo correcto.
En síntesis, la política es algo así como el juego del gato y el ratón, aunque este último lleva siempre la de perder. Así funciona en todo el mundo, de generación en generación, y por lo que estamos viendo, no hay forma de cambiarla.