Por L. Ramfis Domínguez-Trujillo
La historia de la migración de dominicanos al extranjero data de varios siglos atrás. Incluso, se conoce bien el relato de Juan Rodriguez, el primer dominicano en inmigrar a New York, hoy la Gran Manzana, pero en el año 1613, cuando esta pequeña colonia jamás soñaba convertirse en una gran metrópolis y una meca internacional. Asimismo, varias fuentes de historia cuentan que entre 1892 y 1924 unos 4,700 ciudadanos dominicanos llegaron a esta importante urbe, formando parte de la increíble historia de los inmigrantes de Ellis Island.
Sin embargo, es importante denotar que la emigración masiva de dominicanos hacia los Estados Unidos inicia en el 1966, con la llegada del Presidente Joaquin Balaguer al poder, producto de la inestabilidad económica y política a raíz del asesinato de Rafael Leónidas Trujillo en el 1961, el golpe de estado del 1963, y el estallido de la guerra de abril en 1965. Ya para 1969, unos 63,595 dominicanos habían solicitado sus pasaportes, un récord histórico que abre la puerta a una nueva crónica de emigración dominicana.
Para los años 80, el deterioro económico en la República Dominicana había impulsado una nueva ola de inmigración hacia el exterior, registrando cifras históricas de valientes dominicanos, forzados a abandonar su Patria por diferentes motivos, pero un fenómeno que por primera vez sacudió a todas las clases sociales del país, sin distinción alguna. En cambio, el éxodo de jóvenes persiguiendo nuevas oportunidades, marcó significativamente el movimiento migratorio de los 90, y para el año 2000, las cifras oficiales y extraoficiales de dominicanos en los Estados Unidos -debido a la gran cantidad en condición de irregularidad- oscilaban entre 875,000 y más de un millón de expatriados. Los últimos cómputos de los dominicanos de esa tan productiva y enorme comunidad del exterior, que al presente incluye Estados Unidos, Europa y Latinoamérica, disponen que un poco más de tres millones de ciudadanos dominicanos residen fuera de su país.
Sin embargo, a diferencia de otras nacionalidades de expatriados, los dominicanos que deciden o que se ven obligados a emigrar, no pierden su identidad y muy por el contrario, su destierro fortalece los vínculos con su tierra. Este fenómeno de los dominicanos ausentes se manifiesta en su persistente búsqueda por crear y mantener relaciones sociales multidimensionales para vigorizar su vinculación con la República Dominicana, cuestión que, indudablemente, ha servido de gran beneficio para el país. Incluso, el apoyo recibido a través de los años de esta comunidad por medio de las remesas y otros considerables aportes informales ha permitido la permanencia de muchos dominicanos en el país, evitando un mayor ensanchamiento de esta ya exagerada emigración.
No obstante, estas valiosísimas contribuciones al país, el éxito alcanzado por tantos dominicanos en el extranjero ha servido de gran ejemplo para muchos, atestiguando las grandes aptitudes y la extraordinaria capacidad de todos los dominicanos. Es axiomático que la notoriedad obtenida por estos prodigiosos dominicanos que se han destacado por sus dotes políticos, empresariales, artísticos, intelectuales, deportistas, médicos y demás, nos llenen de orgullo patrio y nos sirvan de motivación e inspiración. Sin embargo, estos prominentes dominicanos, orgullosos de sus raíces, jamás se olvidan de su tierra, y luego de alcanzar la fama, invariablemente exhiben un deseo perentorio de compartir su triunfo, de establecer un segundo hogar en la República Dominicana, o simplemente, de regresar a su país.
En otros casos, se puede percibir el profundo compromiso de estos dominicanos, que pese a vivir bajo circunstancias difíciles en el extranjero, y en muchos casos incluso, laborando hasta dos y tres trabajos para mantenerse, hacen magia para ayudar a sus familiares con ese tan importante apoyo económico. No obstante, jamás dejan de soñar con esa casita de campo o con algún día poder regresar a su patria. Estos apasionados dominicanos se valen de cualquier excusa para vacacionar o visitar a su amada tierra, y donde quiera se encuentran, aprovechan su tiempo de ocio para celebrar su cultura y contagiar a todos los que llegan a conocer, bailando un buen merengue o una bachata, o saboreando un rico sancocho, un mangú, o un delicioso chivo guisado.
Pero más allá de estas realidades compartidas, estos dominicanos desplazados también coinciden en muchas de las experiencias vividas en los países donde llegan a residir, pudiendo valorar desde allí, las diferencias tan marcadas de un estado donde impera el desarrollo y el desenvolvimiento social y político, superando con creces la amarga realidad de los dominicanos en el territorio nacional. Esta innegable e impactante verdad, transforma a estos dominicanos en abanderados del orden, el progreso, el fiel cumplimiento de las leyes, la transparencia, la disciplina y otros significativos elementos del accionar político y democrático, que componen la cotidianidad en los países más prósperos y avanzados del mundo.
Sin embargo, ese despertar político y social, esa evolución conceptual e intelectual, representa evidentemente una amenaza a la clase política tradicional, al desnaturalizado propósito y desfasado accionar político, y al sistema clientelista que se han apoderado de nuestro régimen electoral. Muy a pesar de la enmienda constitucional del 1994 que permitió a estos dominicanos optar por una segunda nacionalidad sin perder la suya, se les ha privado de sus derechos fundamentales, evitando de forma inescrupulosa y perjudicial, su incursión a la vida política del país.
Con todo y esta persistente disyunción, la prosperidad y el exuberante patriotismo de estos dominicanos de ultramar, han sido objeto de la ambición política de muchos candidatos que luego de obtener su triunfo electoral, jamás se preocupan por cumplir sus compromisos con esta comunidad, dándole la espalda a sus múltiples peticiones e ignorando las carencias de este grupo que cada día aumenta en números, y cuya fuerza económica impacta de forma incuestionablemente positiva, la economía nacional. Al presente, sus aportes formales a la productividad nacional, constituye aproximadamente un 12% del Producto Interno Bruto (PIB), una cifra absolutamente descomunal, y esto sin tomar en consideración las contribuciones informales como las anteriormente señaladas.
No fue hasta el año 2011, con la promulgación de la ley 136-11, que se le otorga el derecho al sufragio, adoptando concomitantemente la figura de los diputados de ultramar, con el propósito de amparar merecidamente los intereses de estos conciudadanos. Sin embargo, el escuálido cumplimiento de estos representantes ha pasado sin pena ni gloria, resultando en duras críticas de la comunidad, por sus exiguos mandatos y su cada vez más abultado distanciamiento de sus demarcaciones y sobre todo, de sus representados.
Estos dominicanos todos alegan el maltrato de una sistemática discriminación, relegados a la condición de ser solamente una importante columna de apoyo monetario, pero permanentemente despojados de sus derechos constitucionales, nacionales excluidos y subyugados a un trato absolutamente desigual en comparación con los dominicanos que viven o que nacen en el país.
Esta discriminación se percibe incluso, ante el deseo de muchos que, con ansias de ejercer su derecho al sufragio o de participar directamente en el sistema político, conforme el derecho que les confiere el artículo 22 de la Constitución, ven sus intentos frustrados, justamente por esta sufrida inequidad. Esta disparidad se ha visto acentuada por la desatención de las autoridades, los inconvenientes de procedimientos y protocolos ineficientes y torpes, las contrariedades puntuales motivadas por intereses particulares, y la displicencia de una clase política que desconfía de la independencia ideológica e intelectual de estos legítimos dominicanos. Para estos auténticos patriotas, el reinante sistema clientelista que se “gana” el voto por quinientos pesos, un pote de romo y un “pica pollo”, favoreciendo a los candidatos de mayores recursos, simplemente no cabe dentro del marco de un sistema auténticamente democrático como el que estos aspiran a alcanzar para su amado terruño.
Muchos de estos dominicanos desean igualmente lanzarse al ruedo político sencillamente para servirle a su país y a su pueblo dentro del marco de sus posibilidades. Pero esta ilusión prontamente se convierte en desencanto, chocando con un sistema político viciado, los obstáculos enfrentados por quienes pretenden oponerse con firmeza a la podredumbre política, y el trato desigual que se le dispensa a los dominicanos que residen fuera del país. Es preciso destacar que, desde la modificación constitucional del 1994, se viene condicionando de manera nociva y discriminatoria, la dominicanidad de todos los dominicanos nacidos en el exterior, imponiendo un funesto criterio disímil y desventajoso, a quienes desean participar dignamente en la vida política dominicana, pero son castigados únicamente por el lugar de su nacimiento.
Esta ignominiosa condición que hoy personifica el incuestionablemente discriminatorio párrafo del artículo 20 de la Constitución, afecta de una forma categórica y altamente perniciosa, las aspiraciones de muchos que aún sin desear aspirar a la presidencia o vicepresidencia como reza este limitante, se rehúsan a aceptar el agravio y la humillación de un grupo que, según la Carta Magna, es tan dominicano como aquellos “privilegiados” que nacen en el país. Esta flagrante discriminación demuestra no solo la impúdica intención de obstaculizar la participación de estos autónomos políticos e ideológicos en el sistema, sino que representa todavía otro vulgar ejemplo de la sistemática arbitrariedad, materializando una grotesca violación al derecho fundamental de la igualdad que confiere el artículo 39 y además el derecho de elegir y ser elegido que refrenda el artículo 22 de nuestra Constitución.
En tal sentido, y aun destacando los avances alcanzados a favor de esta extraordinaria comunidad de dominicanos, es imperioso salir en defensa del colectivo. Nuestra Carta Magna es clara en su artículo 18, estableciendo en su numeral uno, que “los hijos e hijas de madre o padre dominicano”son todos legítimamente dominicanos y por ende, merecedores del mismo trato bajo la ley, y en toda la extensión de la palabra.
En el caso específico de estos incuestionables dominicanos, queda claro que no solo se han ganado el respeto a sus derechos básicos con su titánica solidaridad e indiscutible compromiso con el país, sino que pura y simplemente, la Carta Magna les otorga esos derechos elementales. Es el momento de que hagamos honor a la justicia, fortaleciendo la universalidad de estos derechos, en medio de nuestra fehaciente fragilidad democrática.
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