La verdad es que Carter fue una figura descollante.
El fallecimiento de James Earl Carter, trigésimo noveno presidente de los Estados Unidos de América y Premio Nobel de la Paz 2002, por una de esas curiosas coincidencias que se registran a veces en la vida se ha producido justamente en el momento en que la concepción de la política y del Estado que él encarnó con inusual coherencia se encuentra en situación de descrédito y retroceso tanto en su sociedad como en el mundo.
Ciertamente, la corriente de pensamiento que se ha dado en denominar liberal o progresista (lo que, desde luego, tiene mucho de inexacto en sentido conceptual, y de irreal en términos fácticos) está en estos momentos virtualmente en desbandada en todo el orbe, y en Estados Unidos en particular luce amenazada de muerte por las apuestas populistas neoconservadoras del nuevo mandatario de ese gran país, Donald J. Trump.
La verdad es que Carter fue una figura descollante (sin fisuras ni condicionamientos y a pesar de ser originario del Sur ultramontano de los Estados Unidos) de la tendencia humanista y compasiva de la política estadunidense (basada más en el cristianismo que en los valores del liberalismo histórico), esa que fundaron los antiesclavistas de los años inmediatamente posteriores a la guerra de independencia y que, tras un protagonismo moral de casi dos siglos, en estos momentos, valga la insistencia, parece desencarnar raigalmente en el alma del ciudadano común.
(Aunque en temas trascendentales sobre el manejo del Estado y la mecánica de la sociedad los estadounidenses -y particularmente sus líderes a todos los niveles y en todas las esferas, incluyendo la religiosa- tienden a dividirse en liberales y conservadores con diferentes matices -que no simplemente en demócratas y republicanos-, la verdadera distinción entre sus políticos que muestra el devenir de la nación es esa que se acaba de sugerir: los humanistas y compasivos, por un lado, y los chauvinistas y “realistas”, por el otro).
Desde sus inicios como fervoroso bautista y activista social en 1961, Carter, hijo de segregacionista pero opuesto a ella, asumió un ideal y una praxis orientados a la conducta honesta, la defensa de los derechos civiles, la devoción por el trabajo y el bien común, y en el curso posterior de su existencia no cedió respecto de sus compromisos religiosos y y de ciertos valores ético-políticos, hasta el punto de que en sus días postreros, cuando las fuerzas físicas prácticamente lo habían abandonado, insistía en la promoción de actividades destinadas a mejorar las condiciones de vida de la gente vulnerable de todo el orbe y en la prédica de sus concepciones confesionales.
Como senador estatal (1961-1966) y gobernador (1970-1975) de Georgia, Carter demostró que era un nuevo tipo de político sureño, con una de actitud de cercanía a la gente, promoviendo importantes transformaciones en las agencias públicas y enfatizando en la protección del medio ambiente, el auxilio a los desheredados de la fortuna y la abolición de la discriminación racial o aporofóbica. Las palabras que pronunció sobre este último tema en su toma de posesión como gobernador fueron una verdadera bomba en su patria chica: “… el tiempo de la discriminación racial ha terminado. Ninguna persona, sea pobre, campesina, débil o negra debería tener que soportar la carga adicional de ser privado de la oportunidad de una educación, un puesto de trabajo o la justicia”.
En 1976, luego de una campaña electoral en la que se presentó como un político no tradicional alejado de la elite de Washington y prometió integridad y apego a la ética y la verdad, resultó electo presidente por un estrecho margen frente al presidente Gerard Ford, y muy a despecho de la tradición imperial de los Estados Unidos (basada en la doctrina Monroe, la proclama del Destino Manifiesto, el llamado corolario Roosevelt de la primera y la doctrina de la Seguridad Nacional), puso en marcha una política interna basada en la rectitud y la responsabilidad, y una línea exterior de corte pacifista y humanista que privilegiaba el diálogo frente a los zafarranchos armamentistas.
Tres hechos sobresalientes de impacto global pueden ilustrar el cambio que entonces se produjo en la política exterior estadounidense: el tratado Torrijos-Carter (1977), que implicó la devolución del canal de Panamá a los panameños y envió un mensaje de fraternidad a los latinoamericanos; los acuerdos de Camp David entre Israel y Egipto (1978), que abrieron la puertas para una era de negociaciones entre los hebreos y los árabes en el todavía convulso Medio Oriente; y la firma con la URSS de un nuevo acuerdo de control de la carrera armamentista (SALT II, 1979), que significó cierta distensión en la Guerra Fría (1979) y oxigenó a los disidentes democráticos en los países situadas tras la “cortina de hierro”.
En América Latina, que se encontraba plagada de dictaduras militares (todas de derecha y ultraderecha, con la excepción del régimen bonapartista-progresista de Panamá y la junta revolucionaria nacionalista de Perú ), la administración de Carter se mostró en general hostil a éstas, estableciendo una política de firme defensa de los derechos humanos y brindando un apoyo total a las fuerzas que luchaban por la democratización (1976-1980), en el entendido de que los gobiernos de elección popular eran el camino mas expedito para alcanzar el progreso económico-social y la mejor contención frente a la beligerancia de las huestes “comunistas” patrocinadas por la URSS, Cuba, la República Popular China y Alabania.
En lo respectante a la República Dominicana, no podemos olvidar el decisivo rol que Carter desempeñó (junto al entonces presidente venezolano Carlos Andrés Pérez, los líderes socialdemócratas europeos Mario Soares y Olof Palme, la Internacional Socialista y Amnistía Internacional) para garantizar que, tras la intentona golpista ejecutada por varios jefes militares balagueristas en la madrugada del 17 de mayo de 1978, se respetaran los resultados de las elecciones de la víspera, en las que resultó victorioso el PRD y electo presidente Antonio Guzmán, triunfo que, como se sabe, resultaría mediatizado por las estratagemas leguleyas (primero “el gacetazo” y luego “el juntazo”) del culto y vehemente abogado Marino Vinicio Castillo (Vincho).
Por supuesto, Carter como gobernante no estuvo exento de críticas y rechazos: su política de contemporización internacional fue atacada duramente por los “halcones”; durante su administración hubo serias dificultades económicas (causadas por los efectos de la crisis petrolera, varias caídas de la bolsa y momentos de deflación, inflación y desempleo, todo dentro de los llamados “ciclos” de “pico” y “suelo” del devenir económico), lo que rápidamente minó su popularidad interna; y en su etapa final sobrevino la tristemente célebre “crisis de los rehenes de Irán” (aborto del intento de rescate que produjo 8 víctimas norteamericanas en la “Operación garra de águila”), de la cual, fiel a su talante y a sus convicciones, se responsabilizó personalmente ante su pueblo, con lo que sus simpatías electorales para una posible reelección se derrumbaron estrepitosamente.
Desde su salida de la Casa Blanca (1981), Carter se dedicó, a través de la fundación que constituyó junto a su esposa Roselyn, a las labores humanitarias (y, mas adelante, a las de observación y vigilancia electorales por medio del centro que llevaba su nombre), y en múltiples latitudes del mundo se encuentran hoy patentes los testimonios y las huellas indelebles de su accionar en beneficio de los grupos socialmente excluidos y en defensa de la democracia, convirtiéndose hasta el final de sus días en un inequívoco referente universal de humanismo, espíritu compasivo y amor por la libertad.
De manera, pues, que al hacer el balance de su trayectoria vital, no podemos por menos que concluir en que (más allá de cualquier discrepancia de opinión que se pueda invocar en relación con él, de los yerros en que haya podido incurrir como ser humano o de que su ideario y su comportamiento ético no sean hoy muy populares en política), Jimmy Carter fue, definitivamente, un grande de la Historia.
(*) El autor es abogado y politólogo. Reside en Santo Domingo.