De ahí en adelante, todo ha sido silencio o retórica de bajo tono).
Las más recientes incidencias alrededor de la grave crisis política que sacude a Venezuela desde las cuestionadas elecciones del 28 de julio de 2024, más allá de los anhelos y las apuestas de las partes en conflicto y de sus patrocinadores y partidarios en la escena internacional, parecen arrojar cada vez más dudas respecto a la posibilidad de que en lo inmediato se produzca allí un cambio de mando.
Hasta el momento en que se escriben estas glosas solo dos hechos han estado claros: por una lado, las fuerzas opositoras desarrollaron una gran ofensiva nacional e internacional (manifestaciones populares internas e intenso activismo diplomático en el exterior) para tratar de impedir la juramentación de Nicolás Maduro, pero, por el otro lado, el gobernante reeleccionista se reinstaló sin mayores dificultades en el poder con el beneplácito de una Asamblea Nacional unicolor en desmedro de la legitimidad consensual que es propia de la democracia.
(En torno a la anunciada instalación de Edmundo González es poco lo que se sabe: éste se desprendió de España en viaje interoceánico y, luego de pasar entusiasmado por Buenos Aires, Uruguay y Estados Unidos, llegó a la República Dominicana para un acto “de apoyo a la democracia en Venezuela” -con la participación del presidente Luis Abinader y 8 expresidentes latinoamericanos- cuyo colofón se suponía que era partir hacia Caracas a prestar juramento, pero esto no se produjo alegadamente porque María Corina Machado le indicó que “no había condiciones” para ello luego de participar y hablar en una manifestación popular en aquella ciudad. De ahí en adelante, todo ha sido silencio o retórica de bajo tono).
Es obvio -aunque muchos quieran desconocerlo- que el gobierno de Maduro conserva todavía el apoyo de algunos segmentos de la población (cuya dimensión cualitativa sólo se puede presumir debido a la ausencia de mediciones creíbles) y de unas fuerzas armadas monolíticas y fuertemente politizadas, pero también lo es -aunque otros lo quieran negar- que las falanges opositoras han demostrado un vigor inusitado como plataforma política unitaria y un respaldo popular que luce caudaloso (también bajo presunción porque carece de confirmación institucional) frente a aquel.
No obstante, el gobierno de Maduro se percibe hoy menos promisorio que nunca, y no sólo en la arena internacional (donde la prensa lo desdora cotidianamente, los grupos de presión de las elites políticas tradicionales lo combaten sin descanso y sus aliados y defensores son cada vez menos numerosos), sino también en la escena interna (donde las expresiones en su contra son cotidianas, su legitimidad sigue en entredicho porque no pudo demostrar con las actas su presunta victoria electoral, y está recurriendo a procedimientos de defensa que no tienen nada que envidiarles a las dictaduras clásicas), con lo cual continúa moviéndose en un cauce de contracorriente de cara a la Historia.
En sentido análogo, la oposición (por primera vez cohesionada, con gran acopio de fuerza moral y con definida personería política) aparenta poco habilitada y aguerrida desde el punto de vista logístico para la toma del poder, hasta el punto de que sus principales líderes parecen temerle en demasía a la cárcel, a la represión y a la confrontación directa, creando la impresión entre muchos observadores de que están apostando a que la solución en su favor de la crisis política de su país llegue desde afuera y no desde adentro, con lo cual están desconociendo una enseñanza elemental del devenir: sólo la lucha de los propios pueblos garantiza cambios duraderos e irreversibles de gobierno.
Por otra parte, y como siempre ocurre en situaciones como la que vive el hermano pueblo de Venezuela, también es evidente que la polarización política, al margen de su verdadera gradación en términos de simpatías o apoyos, ha tenido a la verdad como su menos justipreciada víctima, y tanto oficialistas como opositores en bastantes ocasiones han dado preeminencia a la mentira o a la ficción propagandística en sus descripciones sobre la realidad nacional, la correlación de fuerzas internas y la formulación de sus expectativas.
Por ejemplo, insistir en que en Venezuela hay un régimen democrático “elegido por el pueblo” es una exageración romántica de ciertos amigos de la izquierda política y del progresismo social que quedó plenamente desmentida con el desempeño nada fiable del ente organizador de las elecciones y la posterior negativa de Maduro y Diosdado Cabello a transparentar el escrutinio, postura que, no obstante, es entendible en boca de la aristocracia “revolucionaria” que allí gobierna y de los ciudadanos privilegiados o económicamente cooptados que la defienden en su interior.
Igualmente, como ya se sugirió, afirmar que en Venezuela hay un régimen dictatorial “sin ningún respaldo del pueblo” es una exageración tendenciosa de ciertos amigos de la derecha política y del neoconservadurismo social que resulta impugnada por la libre y concurrida realización de actos públicos masivos y por la existencia de una prensa antigubernamental (incluyendo a la VOA y a la mayoría de las cadenas noticiosas de USA), posición que, empero, es entendible en boca de la aristocracia “democrática” que le hace oposición y de los ciudadanos empujados a la miseria y al exilio que luchan contra el gobierno en el interior o sueñan con volver a su patria desde el exterior.
Asimismo, asegurar que el régimen de Maduro es el heredero histórico del de Hugo Chávez es otra exageración idealista de ciertos amigos de la izquierda política y del progresismo social, como también lo es decir, cual lo hacen los chavistas nostálgicos y algunos opositores otrora admiradores del segundo, que esa administración no tiene ningún punto de contacto o no exhibe ninguna obra de continuidad respecto de aquel: chavismo y madurismo no son iguales, no representan lo mismo, exhiben estilos y estrategias diferentes, pero como tienen las mismas raíces ideológicas siguen emparentados en la retórica y en parte de su base social.
En otras palabras: los gobiernos de Chávez y Maduro son hijos de un mismo proceso (el que inició el primero en febrero de 1992 con una amplia plataforma de reivindicación social en procura del bien común contra la corrupta y desacreditada clase política “puntofijista”), pero bajo la conducción de este último tal proceso se ha desfigurado y esterilizado de tal forma (quiebre de la economía, deterioro de las condiciones de vida de la gente, corrupción, surgimiento de una plutocracia “revolucionaría”, sesgo autoritario, etcétera, sin importar que las causas sean la ineptitud y la descomposición moral de los dirigentes o el bloqueo económico externo y el aislamiento político) que se ha transfigurado en una verdadera caricatura de lo que originalmente era.
En ese respecto, es una verdad de tomo y lomo que el gobierno de Maduro ya no representa al chavismo primigenio, está históricamente agotado, desacredita con sus procedimientos totalitarios a la opción política progresista o de izquierda, camina peligrosamente hacia una tiranía, se encuentra sitiado internacionalmente, y lo mejor que podría hacer -y ojalá que lo haga a tiempo- es reconocer que la mayoría de los venezolanos ya no lo quiere, darle paso a una transición pacífica del mando en beneficio del candidato opositor a las elecciones del año pasado y preparar su partido para futuras luchas dentro de la democracia.
Y aunque el autor de estas líneas está persuadido de que cuando los gobiernos llegan al punto de no retorno en que se encuentra el de Maduro es muy difícil pensar y actuar con lucidez (por el apego fanático al poder, los intereses materiales envueltos y el temor de sus dirigentes a su destino personal), no pierde las esperanzas de que éste y sus compañeros, pese a su juramentación de la víspera (social y políticamente no perturbada y con el espaldarazo de las bayonetas), en algún momento reaccionen y rectifiquen el camino actual, que podría terminar en un terrible baño de sangre venezolana.
(*) El autor es abogado y politólogo. Reside en Santo Domingo.