Los locutores tienen esa gracia divina, es una especie de virtud que se la da Dios para atraer a las mujeres.
Cuando el chino propietario del restaurante hotel Londres, de la avenida San Martín, atajó a Freddy en la puerta, a la entrada de su negocio, la actitud del asiático no sólo fue sorprendente, sino que, según algunos, no fue la mejor forma. Para extrañeza de los concurrentes, esa acción privó a este negocio de uno de sus más persistentes y consuetudinarios clientes.
-“No, no, no y no, aquí no, vete para otra parte, aquí no; chino no quiere que te dé aquí un patatús y caiga muerto, después echan la culpa a chino…”, expresó con insistencia y visiblemente molesto el comerciante.
No sé cómo, pero el periodista Simón Díaz, integrante del icónico noticiario Radio Mil Informando, se enteró de lo acontecido a Freddy, popular y carismático locutor de Radio Mil, y no pudo contener el secreto que contó de inmediato a sus demás colegas en el espacio noticioso, como una forma de broma.
Cada vez que Simón narraba el fabuloso incidente, lo hacía con tanta picardía, y puso tanto entusiasmo contándolo, que los demás reíamos a carcajadas.
-“Tú traes mujer por la mañana, en la tarde y otra en la noche”, insistió el asiático. “Y tú un día te puedes morir en mi negocio y las autoridades echarán la culpa a chino…”.
Los locutores tienen esa gracia divina, es una especie de virtud que se la da Dios para atraer a las mujeres, no importa si son buenos mozos, si tienen atractivos o no, si son blancos, negros o morenitos, si son grandes o pequeños, sus voces melodiosas, bien entonadas, artísticamente moduladas “es como miel en un panal para las féminas”. Y Freddy no era excepción. Delgado, de tez morena y con una voz híper atractiva, se constituía en un imán para las mujeres. Su voz era motivo de atractivos y populares programas musicales de la emisora, entre ellos “Pídalo hoy y escúchelo mañana”; además, era locutor de noticias, o sea, un profesional versátil que había llegado a la estación desde la magistral orquesta del Combo Show de Johnny Ventura, donde tocó el saxofón.
Al parecer Freddy no sabía decir que no a las damas. Tal vez eso explica la frecuencia con que acudía al restaurant hotel un mismo día, con mujeres diferentes. No creo que fuera sólo a comer en aquel lugar, ya que, pese a las “jarturas”, éste se distinguía a simple vista, “sin echar libras, no engordaba”, seguía siendo el mismo Freddy delgado y morenito.
-“El chino tiene razón. Las mujeres van a matar a ese pobre muchacho y este comerciante no quiere cargar con esa culpa…”, lamentó Simón mientras hacía su relato. Efectivamente, la situación parece que llegó a un punto que causó seria preocupación al chino, quien no pudo aguantar más y ese día le salió al paso, temeroso de que este afamado locutor sucumbiera en una de sus citas amorosas.
–“Chino, Chino, mi amigo ¿qué pasa, qué pasa?”, expresó Freddy. “Yo te pago mis cuartos, pago mi consumo ¿por qué me botas de aquí?”, reaccionó en tono airado ante el reclamo del comerciante asiático, quien ratificó su negativa: -“No, no, un día te vas a morir y chino tiene que ir a justicia…”.
Simón, que era un sabueso y como tal vivía al tanto de todo lo que se movía a su alrededor, ya sea entre los colegas, locutores, ejecutivos y empleados de la empresa. Disfrutaba narrar en forma jocosa y sin el menor rubor las ocurrencias, los chismes, percances y contaderas que se comentaban a lo interno de la prestigiosa estación radiofónica. En una oportunidad circuló un rumor sobre una especie de crisis a nivel interno y él solía tener conocimiento de todo (se dijo sobre un supuesto lío entre propietarios y la dirección de la emisora). Esta vez lo asaltó la prudencia y se abstuvo de tratarlo internamente para evitar acarrear problemas.
La gorda de Los Mina
En esa ocasión Simón nos invitó al locutor Alberto Güilamo y a mí a conversar del tema de la alegada crisis interna de la emisora. Nos advirtió, empero, que tenía que ser fuera de la empresa luego de que terminemos la faena del día. Acordamos entonces ir a un lugar tranquilo, en el malecón de la capital, donde pudiéramos conversar y a la vez disipar el momento.
Simón se nos fue adelante. Conducía su carro, un “Cola de pato” que añoraba. En tanto, yo me monté con Güilamo en su pequeño Fiat y le caímos atrás cuando éste enrumbó por la avenida Padre Castellanos, con destino hacía Los Mina.
Llegamos a un sitio frente a una estación de gasolina en las cercanías del mercado. Estacionamos los vehículos en la gasolinera del frente, Simón cruzó la calle y entró a una especie de burdel llamado “El nido de las avispas”. Nosotros entramos detrás de él, pero Güilamo, extrañado, le reprochó que habíamos acordado irnos al malecón.
-“Tranquilos, aquí podemos conversar sin problemas…”, expresó.
Desde que entramos uno de los despachadores de bebidas lo alcanzó a ver y le llamó a todo pulmón: -¡Simón, amigo, que bueno que estás por aquí!, ¿qué te servimos a ti y a tus amigos?”. Nos quedamos boquiabiertos. Ni Güilamo ni yo nos habíamos preparado para este momento. No era el lugar ideal para conversar tranquilos y tomarnos una cerveza o un buen vino como habíamos pensado.
Pero “una cosa piensa el burro y otra el que lo apareja”, dice el refrán. Simón tenía otros planes y por eso nos internó en este “tugurio de mala muerte”. Cuando observó que estábamos inquietos y reacio a quedarnos en aquel lugar, nos propuso entonces tomarnos un trago y marchamos.
Pero las cosas no sucedieron así. En fracción de minutos los mozos prepararon una mesa y pusieron un litro de ron, hielo, refresco y varios vasos. Una vez estuvo lista, comenzaron a llegar y a sentarse otras personas, hombres y mujeres, que cogían sus sillas y tras saludarnos, las ponían en la mesa. En fracción de minutos ya habían, -creo que eran unas ocho personas sentadas- y cada quien depositó un litro de ron.
-“Todo este romo es para beberlo", sentenciaron. Nadie se va de aquí hasta que el ron se termine”, se ufanan. Güilamo y yo nada más nos mirábamos. En qué gancho caímos, pensamos. Simón, en tanto, se veía eufórico, cruceteando de un lado para otro en el pequeño bar, saludando a conocidos y a viejos amigos. Su liderazgo era notable en el lugar. Mujeres y hombres los llamaban insistentemente, mientras otros los abrazaban efusivamente: -“¡Hola Simón, hola amigo Simón!…”. En tanto, las bachatas, las baladas románticas y algunos merengues servían de telón de fondo.
Güilamo se acercó a mi oído y me secreteó que nos tomaríamos un par de tragos y nos íbamos sin decir nada a Simón. Sin pensar que ya estábamos compartiendo “con el tigueraje” y uno de ellos se había percatado del cuchicheo y reaccionó iracundo, y con evidente enfado nos llamó a la atención:
-“¿Qué están secreteando? Dejen sus secreteos, parecen mujercitas… Nosotros no cogemos el corte, de aquí nadie se va hasta que nos bebamos todas estas botellas de ron”.
Para evitar que se calentara más la situación, Güilamo usó una sutil diplomacia de convivencia y explicó que nosotros no tratábamos nada sobre los presentes, sino que eran asuntos personales y que no había problemas. A partir de este momento comenzamos a beber y a integrarnos, a fin de tranquilizar a “los tíguere”, los cuales se calmaron y sacaron las mujeres a bailar. Yo me quedé sentado en la mesa.
Mientras ellos bailaban, observé que una dama que se veía en sobrepeso, tal vez más de 300 libras –según mis cálculos-se acercó a mí, con un caminar lento, vacilante y forzado, a causa de la gordura. Y sin decirme ni una palabra, se sentó en mis piernas y comenzó a acariciarme el cuello: –“Ey, ey dama, aguante, aguante; espérese”, le dije. Y a seguidas le pedí que se detuviera: –“Espere un momento, espere un momento, primero vamos a hablar…”. La mujer se paró y sin ningún reparo me miró a los ojos con una mezcla de desprecio y rabia, a la vez-lo cual noté-, que se retiró con pasos lentos y moviendo su cadencioso trasero, mientras me espetó:
-“Ahh coño, es verdad lo que dice Simón que tú eres un mariconazo…”.
Simón y un mozo observaban a distancia, gozaban de su travesura “muerto de risas” desde el mostrador del bar. Ya Güilamo y yo no aguantamos y trazamos un plan de huida, aprovechando que nuestros compañeros de tragos se paraban a bailar. Pero éstos, los cuales vivían alerta “como guinea tuerta”, se la llevaron. Y como si éstos se hubieran puesto de acuerdo, comenzaron a sacar puñales, cuchillos, navajas y otros tipos de armas blancas que tenían ocultas bajo sus camisas. Las pusieron sobre la mesa y casi a coro nos imprecaron:
-“¿Tienen miedo, carajo? Aquí no hay miedo. Ese romo hay que beberlo. Nadie se va de aquí mientras haya ron en la mesa…”.
La noche había avanzado en un tétrico curso y al parecer no teníamos escapatoria. Güílamo me manifestó que no soportaba más la situación, que aquello, más que esparcimiento se había convertido en una pesadilla. Entonces combinamos que él iría al baño y de ahí se marcharía a su carro, donde me estaría esperando. Lo hicimos así, pero cuando los amigos de Simón notaron su ausencia comenzaron a hacer preguntas, lo cual yo aproveché para decir que iría a buscarlo, con la intención de también marcharme usando la misma treta. Pero eso no me funcionó, éstos sospecharon y fueron a buscarlo. Aproveché y saqué a una de las mujeres a bailar, pero la dejé en la pista, mientras salía raudo del bar y corrí a la estación de gasolina donde teníamos aparcados los vehículos. Cuando Güilamo me vio prendió su carro y nos marchamos de aquel lugar. Los amigos de Simón salieron del bar y corrieron vociferando detrás de nosotros, pero Güilamo aceleró su vehículo y logramos irnos.
Al otro día Simón contó en la redacción que yo cogí miedo y le salí corriendo a una gorda en un tugurio de Los Mina.
*El autor es periodista.
Emiliano Reyes
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