El enfoque de frontalidad diplomática de Trump –que algunos consideran estratégico y otros una muestra de imprudencia- ha redefinido las relaciones internacionales.
Por Luis Decamps Blanco
Donald John Trump, quien asumió por primera vez la presidencia de los Estados Unidos de América el 20 de enero del año 2017 convirtiéndose así en el 45.º mandatario de ese país, marcó su mandato inicial con la promesa de «Make America Great Again». Este lema, que evocaba una percepción de grandeza del pasado, guio una política exterior basada en el nacionalismo económico, la confrontación y una retórica contundente hacia aliados y rivales. Con su vuelta al poder el 20 de enero de 2025, ahora como el 47.º presidente, Trump no solo ha continuado este estilo de gobierno, sino que ha intensificado una política exterior que, a juicio del suscrito, más que fortalecer y consolidar la posición de Estados Unidos en el mundo, está generando un espacio para la expansión de la influencia de la República Popular China, particularmente en América Latina.
El enfoque de frontalidad diplomática de Trump –que algunos consideran estratégico y otros una muestra de imprudencia- ha redefinido las relaciones internacionales. Sus constantes tensiones con los Estados Unidos Mexicanos, sanciones a la República de Cuba y la República Bolivariana de Venezuela, diferencias diplomáticas con la República Federativa de Brasil y la República de Colombia, y propuestas poco convencionales como comprar Groenlandia, anexar Canadá a los Estados Unidos o apoderarse de la Franja de Gaza, han generado incertidumbre sobre el enfoque estadounidense en la región. Ante este nuevo escenario diplomático, China, cuya diplomacia económica y pragmática ha encontrado terreno fértil en una región que históricamente fue dominada por la influencia estadounidense, está fortaleciendo su presencia.
En contraposición a esta «diplomacia dura», que recuerda la política del Gran Garrote, China ha adoptado un enfoque opuesto al de Trump. Con iniciativas como la Franja y la Ruta, Pekín ha ofrecido a América Latina inversiones en infraestructura, acuerdos comerciales y cooperación en sectores estratégicos. Estos proyectos multimillonarios, que modernizan los sistemas de transporte, energía y telecomunicaciones, se presentan como alternativas reales para países que buscan diversificar sus relaciones económicas: mientras Estados Unidos redefine su estrategia regional, China consolida relaciones basadas en pragmatismo y beneficios mutuos.
El enfoque de Trump hacia México es uno de los ejemplos más claros de esta dinámica. Su retórica de negociación intensa y constantes declaraciones han afectado una relación histórica, llevando a México a diversificar sus alianzas económicas, incluyendo acuerdos con Pekín. De manera similar, países como Brasil, la República de Chile, la República del Perú, la República Oriental del Uruguay, el Estado Plurinacional de Bolivia, Venezuela y la República Argentina han encontrado en China un socio clave para la exportación de materias primas esenciales como soja, litio y cobre, fortaleciendo la presencia china en la región.
Este nuevo liderazgo se hace aún más evidente en el ámbito comercial. Mientras Trump, en su primer mandato, retiró a Estados Unidos del Tratado Transpacífico (TPP) y adoptó una política proteccionista, China avanzó con tratados multilaterales que la han posicionado como un actor económico clave en la región. Pekín, al consolidarse como un socio en comercio e inversiones, refuerza su imagen como una potencia global que ofrece estabilidad, en contraste con el enfoque menos predecible de la administración Trump.
Más allá de los acuerdos económicos, la política migratoria de Trump ha sido otro factor clave que ha debilitado la posición de Estados Unidos en América Latina. Las deportaciones recientes, como las de ciudadanos colombianos, han sido motivo de críticas y han generado un distanciamiento con algunos países de la región. Mientras tanto, China ha evitado imponer condiciones ideológicas, políticas o culturales, apostando por una diplomacia económica percibida como más pragmática.
El contraste entre ambas potencias también es evidente en el tema del cambio climático. Bajo ambas administraciones de Trump, Estados Unidos se ha retirado del Acuerdo de París y ha minimizado la prioridad de políticas ambientales, mientras que China ha impulsado el desarrollo de energías renovables e innovación tecnológica, ampliando su influencia en la agenda global.
Otro factor relevante es la creciente dependencia de América Latina de los flujos de financiamiento e infraestructura ofrecidos por China. Proyectos como puertos, redes de telecomunicaciones 5G y centrales hidroeléctricas están siendo financiados por Pekín, que no solo obtiene retornos económicos, sino también una influencia política directa. Mientras tanto, Washington sigue ajustando su enfoque en la región, facilitando así la consolidación de China como socio estratégico en el hemisferio.
Además, la falta de un enfoque estructural de Washington para abordar problemas como la desigualdad, la inseguridad y el acceso a servicios básicos en América Latina amplifica la atracción hacia China. Pekín, aunque centrada en su propia agenda, ofrece una alternativa que parece menos condicionada a requisitos políticos y más orientada a resolver necesidades inmediatas. Este pragmatismo chino, frente a una política exterior estadounidense marcada por criterios políticos y comerciales específicos (específicamente condicionamientos y sanciones), está facilitando un proceso de realineación geopolítica en el que América Latina ve a China como un socio comercial con mayor estabilidad.
Las acciones de Trump han modificado las relaciones bilaterales entre Estados Unidos y América Latina, y han impactado la percepción global de Washington como líder confiable. Mientras China se proyecta como un socio pragmático y estable, Estados Unidos ha enviado señales de reajuste en su estrategia regional. Pero uno de los cambios más significativos y preocupantes es la decisión de Trump de frenar la aplicación de la Ley de Prácticas Corruptas en el Extranjero (FCPA, por sus siglas en inglés), una legislación clave para combatir la corrupción de empresas estadounidenses en el extranjero. Con esta movida, se debilita un mecanismo fundamental de control y transparencia, enviando el mensaje de que la corrupción en las relaciones comerciales con América Latina tendría menos restricciones y consecuencias, lo que solo facilitará la entrada de China en un entorno menos regulado.
Aunque América Latina aún mantiene lazos históricos y culturales con los Estados Unidos, estos vínculos están siendo reemplazados gradualmente por relaciones comerciales más estrechas con China. Este cambio no solo tiene implicaciones económicas, sino también geopolíticas. Al consolidarse como el principal socio de la región, Pekín gana un acceso privilegiado a mercados, recursos naturales y esferas de influencia que antes pertenecían exclusivamente a Washington. La reconfiguración de Estados Unidos frente a este cambio es clave, pues está perdiendo no solo oportunidades comerciales, sino también la capacidad de marcar la pauta en términos de estándares económicos, laborales y ambientales en la región.
Este escenario no es irreversible, pero para contrarrestarlo, Washington podría considerar podría considerar abandonar el modelo de influencia unilateralista que caracterizó su política exterior en el siglo XX y adoptar un enfoque basado en el respeto mutuo, la cooperación y el reconocimiento de intereses compartidos. Esto implica replantear estrategias diplomáticas, reducir tensiones innecesarias y fortalecer alianzas sostenibles que refuercen su posición en el hemisferio occidental. De lo contrario, seguirá cediendo terreno, no solo ante China, sino ante otras potencias emergentes que han comprendido mejor la importancia de una diplomacia basada en pragmatismo y beneficio mutuo.
Pekín no necesita desplazar a Washington por la fuerza; le basta con ocupar los espacios que Trump dejó vacíos con su política de reconfiguración y redefinición de alianzas. Cada ajuste en la estrategia estadounidense representa una oportunidad aprovechada por Pekín, y si Estados Unidos no actúa con rapidez y visión, podría perder influencia en la región. La pregunta ya no es si puede evitarlo, sino si tiene la voluntad política para hacerlo antes de que sea demasiado tarde.
Finalmente, el verdadero desafío para Washington no es la expansión de China, sino su capacidad para adaptarse a un mundo multipolar. Si Estados Unidos quiere mantener su relevancia, debe fortalecer la cooperación con sus vecinos y actuar como un socio estratégico en lugar de un competidor. De lo contrario, América Latina, Canadá y Europa continuarán buscando oportunidades en Pekín, no por afinidad ideológica, sino porque China está ofreciendo estabilidad, pragmatismo y cooperación en un contexto de creciente competencia global.
- El autor es abogado y docente universitario. Reside en Santo Domingo de Guzmán.