La democracia, como se sabe, es un viejo estorbo para mucha gente.
El presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, en su intervención en el Foro Económico Mundial de Davoshace unas semanas, hizo una advertencia a la que, muy a tono con los tiempos de frivolidad ideológica y “liquidez”moral en que vivimos, prácticamente nadie en el mundo le puso atención: pese a su dramatismo, pasó sin pena ni gloria en los medios convencionales y no tuvobeligerancia alguna para la consideración o discusión en los digitales.
El líder socialista, específicamente, dijo que la nueva alianza entre la “internacional ultraderechista” y los “tecnomultimillonarios” constituye en la actualidad la mayor amenaza a “nuestras instituciones democráticas”, y en particular sobre estos últimos afirmó que, al tratarse de personas “que piensan que porque son ricos están por encima de la ley y pueden hacer lo que quieran”,pretenden “acabar con la democracia” y establecer regímenes en los que prevalezca taxativamente “el poder de las élites” que ellos encarnan.
(Ojo: no se está aquí evaluando al Foro de Davos -que tiene defensores y detractores en todo el orbe- ni al socialismo español -que provoca adhesiones en magnitud parecida a los cuestionamientos discrepantes-, sino hablando del rol crítico que hoy están desempeñando la ultraderecha política y los tecnomultimillonarios -sobre todo estadounidenses- ante la democracia como modelo de organización societal).
La democracia, como se sabe, es un viejo estorbo para mucha gente, pero especialmente para los que creen en la “eficiencia” del control personal o totalitario del poder político de cara al “caos disolvente” de la diversidad y al “infértil vocerío” pluralista, para los que defienden a trocha y mocha la pureza de las “raíces” étnicas y las “tradiciones” culturales, y -¡cuidado si se olvidan!- para ciertos “cerebros privilegiados” que operan los resortes dela economía y las finanzas desde poltronas individuales,familiares o societarias al mejor estilo de la divinidad.
Y es que la democracia como la conocemos hoy día, sea en su vertiente “liberal-clásica” estadounidense o en su elaboración “social” europea, es un sistema de contrapeso de poderes que -con todo y sus defectos y amaneramientos- privilegia la operación de las instituciones sobre la autoridad de los individuos, permite y estimula la renovación y la innovación culturales, y tiende -en unos lugares más que en otros, en función de su “acento” asistencialista o compasivo- a gestar el bien común a través de políticas de redistribución de la riqueza y de inclusión social.
Subsecuentemente, si nos atenemos a su espíritu filosófico y funcional, la democracia no debe ser muy del agrado de quienes dividen la sociedad en “ganadores” y “perdedores”, de quienes sostienen que “el pasado fue mejor” y es necesario retorna a él, y de quienes entienden que la configuración socioeconómica del planeta (con menos del 10 por ciento de la población siendo dueño del 90 por ciento de las riquezas) es justa, ética o simplemente una “realidad real” derivada de la voluntad de Dios o del trabajo “duro” de las minorías afortunadas y la “vagancia” o la “estupidez” del resto.
El hecho es, de todos modos, que en el tramo del siglo XXI que se inauguró con la pasada administración estadounidense de Donald Trump la ultraderecha política (en principio individualista, ultranacionalista, elitista, religiosa y habitualmente tradicionalista y totalitaria) ha encontrado en los “tecnomultimillonarios” (en principio libertarios, globalistas, populistas, ateos o agnósticos y normalmente futuristas y demócratas) sus mejores aliados, hasta el punto de que estos están poniendo sus “huevos” financieros y sus redes sociales con inusitado desenfado al servicio de la primera después de muchos años de reticencia peyorativa.
(El fenómeno, por supuesto, a simple vista lucecontraproducente: nada es más contradictorio que una coalición en la que activen los mencionados -que son los mansos y cimarrones de la posmodernidad- bajo el liderazgo de alguien que no cree en ninguno de ellos -ni en sus “principios” ni “causas”-, que ha hecho carrera presidencial cuestionando a los partidos, los políticos y el“Estado profundo”, y que ha dividido a la sociedad del modo menos cerebral: los que están con él y los que le adversan).
La antipatía de la ultraderecha hacia el Estado democrático es tan conocida que no necesita ser explicada, pero respecto de los “tecnomultimillonarios” no se puedeevadir la interrogante: ¿por qué, pese a que sus“emprendimientos” se acunaron en las “bendiciones” de la política, el Estado democrático, la sociedad abierta y la globalización, ahora se están coligando con la ultraderecha y se han convertido en una amenaza contra las instituciones democráticas? Más allá del enfado con los gobiernos porque les cobran muchos impuestos y lesponen cortapisas legales y éticas a sus algoritmosfilototalitarios, la cuestión parece una disputa por el control sociopolítico y la viabilidad futura de sus negocios.
De cierto, no se puede ignorar que los negocios de la “civilización digital” ya han desbordado al Estado de las sociedades democráticas (es decir, no son su mera competencia, como hace unos años) en lo concerniente a su influencia o autoridad directriz sobre la gente, a la selección y focalización de los temas de atencióncolectiva, a la creación de corrientes institucionalizadas de opinión y, muchas veces, a la toma de decisiones individuales con base en el “voluntarismo de masas” o la “racionalidad del borrego” que se practica desde los ordenadores personales y las “redes”. O sea: el declive del monopolio del poder del Estado democrático pudiera serproporcional al desarrollo de los negocios de los “tecnomultimillonarios”.
Más aún: esos negocios, intrínsecamente, son la más acabada expresión del anarcolibertarismo individualista, pues tienden a legitimar y reafirmar el ego personal en un ambiente de no control institucional (dentro de la política de laxitud que asume el medio, los límites éticos los pone cada quien), dado que la naturaleza de la tecnología digital (sobre todo cuando se convierte en “redes”) es su libre desenvolvimiento frente al Estado, que deviene impotente porque carece de instrumentos efectivos para morigerarlo(el único control posible es que su capital sea nativo, y también es relativo). Es decir: mientras el individuo esté más “personalizado” y libre de las amarras del Estado democrático, su dependencia de los negocios de los “tecnomultimillonarios” podría ser mayor.
Todavía más: como ya se ha sugerido, la democracia implica -en general- la adopción de políticas de redistribución de la riqueza, pues su propia dinámica de liberalidad y de estímulo de la iniciativa individual (estructuralmente y sin remedio, en razón del desigual desarrollo psicomotor de los seres humanos) tiende a generar exclusión socioeconómica, lo que provoca que el “triunfo” financiero de los “tecnomultimillonarios” sea una alucinación estimulante para unos, una realidad admirable pero inalcanzable para otros, y un motivo de bochorno para los que sienten alguna empatía con las carencias de sus congéneres. Ergo: el Estado democrático está obligado a actuar contra los negocios de los “tecnomultimillonarios” para promover políticas redistributivas que legitiman su liderato social y debilitan a aquellos.
Lo otro también ya se ha insinuado: el Estado en las sociedades democráticas, para evitar el caos y garantizar la cohesión social, debe poner límites éticos y legales al ejercicio de las libertades al tiempo que tiene que vigilar la obtención y acumulación de informaciones sobre las personas desde la perspectiva de la “seguridad nacional”, y al hacerlo constriñe a los negocios de los “tecnomultimillonarios” a ejercer “supervisión” y a rendir cuentas de sus operaciones (recuérdese al señor Zuckerberg, “entruñado”, defendiéndose en el Congreso estadounidense), limitando su posibilidad “libre” de expansión. Dígase más claramente: cada vez que el Estado democrático reglamenta los negocios de los “tecnomultimillonarios”, puede disminuir su capacidad para “monetizar”.
Es obvio que el consorcio mencionado arriba, por su “pigmentación” de origen y su estrategia disímil, carece de futuro (el choque entre sus integrantes es irremediable, hoy o mañana), pero mientras tanto está aprovechando las debilidades de la democracia (su fatiga económica y social, la pérdida de credibilidad de sus operarios, las fallas de sus mecanismos de cribaje, etcétera) para dinamitarla desde dentro, y hasta el momento lo está haciendo con bastante éxito: sus loas totalitarias están hechizando a las personas más cándidas y menos instruidas del orbe, que -desde luego- constituyen la inmensa mayoría de la humanidad.
¿Conclusión preliminar? Aunque el presidente del gobierno español no lo dijo de modo tan expreso o directo, la cuestión es que la “santa alianza” de hoy entre la ultraderecha mundial (en ascenso político) y los “tecnomultimillonarios” estadounidenses (con disponibilidad casi ilimitada de dinero) podría ser la amenaza más rotunda y peligrosa que se ha cernido sobre el Estado democrático desde la época de esplendor de los “ismos” en la primera mitad del siglo XX.
Por Luis Decamps (*)
(*) El autor es abogado y politólogo. Reside en Santo Domingo.