“El problema del mundo es que los estúpidos están seguros de todo y los inteligentes están llenos de dudas”
Bertrand Russell
Hoy quiero invitarlos a reflexionar sobre un asunto fundamental para nuestra sociedad actual, en la cual la certeza de la mentira naturalizada parece haber suplantado a la duda: cada vez más personas sostienen convicciones inquebrantables en torno a la política, la moral, la ética, la estética y la identidad, sin cuestionar si estas creencias son producto de una reflexión genuina o simplemente un eco de lo inoculado (o inculcado) por la moda de turno. Justamente, vamos a discutir el sentido de la duda, entendida no como un obstáculo, sino como un camino imprescindible hacia el conocimiento, puesto que parece haber sido relegado al margen del pensamiento de nuestro tiempo.
Como bien saben, René Descartes, en sus "Meditaciones Metafísicas" (1641), desarrolló que la duda metódica es el primer paso hacia el verdadero conocimiento. Ahora bien, estoy convencido de que Ud., amado lector, se estará preguntando qué es esto de la "duda metódica": básicamente es un ejercicio intelectual muy provechoso, en el cual cualquiera de nosotros podemos decir: "voy a dudar de absolutamente todo, especialmente de esto que considera indudable o cierto, y procederé a poner en tela de juicio todas esas "verdades" indiscutibles que vengo sosteniendo hace tantos años". Si nunca en la vida nos hemos detenido a dudar de lo que pensamos, ¿podemos estar seguros de que nuestras creencias nos pertenecen realmente?
“Para rechazar de una vez por todas a todas las opiniones a las que hasta ahora había dado crédito, era necesario que las haría desaparecer de mi espíritu y que comenzara de nuevo desde los primeros fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias” (Descartes, 1641/2005, p. 17).
Esa seguridad ciega en nuestras ideas nos aleja de la posibilidad remota de tener un pensamiento crítico y autónomo, porque la ausencia de duda no es símbolo de sabiduría, sino de un dogmatismo que anula la posibilidad misma del aprendizaje. Es más, a título personal puedo dar fe de que las personas más idiotas que conozco, son aquellas a las cuales les resulta prácticamente imposible poner en tela de juicio, al menos por un instante, sus convicciones (muy flojas de papeles, aparte). Esta "convicción absoluta", cuando no se somete jamás al filtro de la reflexión, no es otra cosa que ignorancia disfrazada de certeza y ese, amigos míos, es el peor de los peligros.
En este contexto, la pregunta fundamental es si en nuestra era, marcada por la sobreinformación y la polarización, aún es posible recuperar la duda como un ejercicio filosófico esencial. La creencia irreflexiva, sostenida por la repetición de discursos sin fundamento, nos está condenando a vivir en un mundo donde el pensamiento crítico es reemplazado por la vagancia intelectual y la patética complacencia ideológica. Intentar, al menos, reflexionar sobre lo que creemos, ponerlo en duda y someterlo al escrutinio racional, es sólo el primer paso para recuperar cierta autonomía del pensamiento.
Por su parte, John Stuart Mill sostenía que no podemos considerar una idea como realmente nuestra hasta que la hayamos discutido y reflexionado en profundidad. Particularmente, en su obra titulada "Sobre la libertad" (1859), afirmaba que "aquel que conoce sólo su propio lado del argumento, sabe poco de él". Si no ponemos a prueba lo que creemos que sabemos, si no sometemos nuestras "certezas" al escrutinio del pensamiento crítico, en definitiva, ¿qué sabemos?
Actualmente es muy común ver cómo se defienden posturas con una convicción que da miedo de lo aparentemente inquebrantable que es, sin que quieres las sostengan hayan explorado realmente sus fundamentos. La repetición de ideas ajenas, sin cuestionamiento, no es señal de conocimiento, sino de conformismo intelectual, motivo por el cual es crucial que podamos desafiar nuestras propias ideas, no sólo como un ejercicio de humildad, sino como una necesidad para construir una visión del mundo más sólida y auténtica. En este sentido, la duda nos obliga a examinar nuestras conceptualizaciones, prejuicios, juicios y dictámenes incorporados en las opiniones que proferimos gratuitamente por doquier, como también a contrastarlas con otras perspectivas y, en última instancia, a descubrir si realmente nos pertenecen o si estamos siendo loros funcionales de agendas ajenas.
Otra pregunta fundamental que podemos plantear en este punto es: si en nuestra era, marcada por el bombardeo mediático de información falsa y la promoción interesada de dicotomías morales absurdas, ¿aún es posible recuperar la duda como ejercicio filosófico? Pues bien, la creencia perezosa e irreflexiva, sostenida por el parloteo sin sustento, nos condena a vivir en un mundo donde el pensamiento crítico es reemplazado por la comodidad que brinda una ideología dominante que, en este estado de situación mental global, ni siquiera se gasta en explicar las bases teóricas de su estructura.
La propuesta, entonces, consiste en que podamos demoler a nuestros "ídolos", y quién mejor que Friedrich Nietzsche para explicarnos cuán importante es ese desafío, a saber, destruir aquellas creencias que aceptamos gratuitamente sin cuestionar. En su obra "El ocaso de los ídolos" (1889) sostenía que los conceptos deben ser dados de baja cuando las condiciones bajo las cuales fueron introducidas se han desmoronado. En este sentido, no se trata de un simple rechazo arbitrario, sino de la necesidad de examinar seriamente nuestras convicciones y comprender si realmente tienen fundamento o si son meros vestigios de una tradición heredada.
Al respecto, es justo admitir que la humanidad siempre tuvo esta debilidad de promover la adhesión a discursos establecidos, muchas veces sin conceder espacio alguno al cuestionamiento. Adoptamos valores, creencias, discursos, narrativas, en fin, modos de ver la vida, sin evaluar su validez ni su coherencia con nuestra experiencia y pensamiento propio. La lectura de Nietzsche nos insta a tener una actitud filosófica activa, en la que el individuo se convierte en creador de sus propias convicciones, en lugar de ser un mero borrego, es decir, receptor y repetidor de ideas ajenas: Hitler no llegó sólo al poder, y mucho menos se mantuvo arriba por tanto tiempo en soledad, ¿entienden por qué?
Asimismo, en su obra titulada "Así habló Zaratustra", Nietzsche introduce una figura conceptual un poco controvertida, un sable, la del "superhombre", que sería aquel que lograría superar la moral impuesta y se erige como creador de sus propios valores. No tenemos espacio para cuestionar en detalle esta propuesta conceptual puntual, pero al menos hoy le brindaremos la interpretación de que la verdadera autonomía surge cuando dejamos de depender de la herencia de valores, certezas, convicciones y modos de leer la existencia y comenzamos a edificar nuestro propio sentido del mundo. No hay nada más triste, intelectualmente hablando, que escuchar la nefasta frase "yo soy así, al que le guste bien y al que no, también".
"Vosotros decís que creéis en Zaratustra, pero ¿qué importa Zaratustra? Vosotros sois mis creyentes: ¿pero qué importan todos los creyentes? Vosotros no habíais buscado todavía al hombre que crea" (Nietzsche, 1883/2018, p. 152).
Por último, al menos con Nietzsche, nos encontramos en su obra titulada "Genealogía de la moral" (1887) con un examen interesante que realiza sobre cómo los valores morales han sido impuestos históricamente a través de estructuras de poder y resentimiento. Él cuestiona la moral cristiana y su exaltación de la humildad como forma patética de sumisión. La misma lógica opera sobre cualquier agenda política dominante en cada época, sobre todo en nuestros días cuando vemos gente que cree que por pintarse el pelo de colores y odiar injustificadamente lo tradicional del sector mayoritario de la población, simplemente por no formar parte de la doctrina reinante, es decir, de la nueva verdad revelada. Como ven, cambia el fondo, pero nunca la forma: abandonar a nuestros ídolos significa tener el valor de liberarnos de esas bajadas de líneas, y también de las que se muestran como "diferentes" o incluso "reaccionarias", para poder así recuperar una autonomía intelectual realmente genuina.
“La moral de los esclavos necesita, para surgir, siempre un mundo hostil y exterior; necesita, fisiológicamente hablando, estímulos exteriores para actuar, su acción es principalmente reacción” (Nietzsche, 1887/2019, p. 45).
Si verdaderamente queremos desarrollar un pensamiento auténtico, debemos estar dispuestos a desafiar a nuestros propios ídolos y los de las masas, a confrontar nuestras certezas ya reconstruir nuestras creencias sobre las bases más sólidas del ejercicio pleno de la razón crítica. La libertad intelectual no reside, entonces, en adherirse ciegamente a una doctrina, sino en el coraje de someter todo a la prueba de la duda y la reflexión: esto no implica no tener un posicionamiento sobre ciertas cuestiones, porque a nadie que sea honesto le gusta la tibieza servil. Lo que nosotros queremos es que cada quien tenga su convicción, su postura, pero también tenga la honradez de discutir con quien piensa de otra manera, y, tal vez, aprender algo de quienes consideramos "distintos". Al fin y al cabo, al dogmatismo se lo combate con inteligencia y tolerancia, no con propaganda y actitudes políticamente correctas.
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