McKinley, exmilitar y abogado, siendo congresista republicano en 1890 se hizo famoso por su defensa de la “McKinley Tariff”
Aunque existe la percepción de que el referente político más importante del presidente Donald Trump dentro del devenir histórico estadounidense es William McKinley (vigésimo quinto mandatario federal, 1897-1901), el sesgo de las transformaciones radicales que está promoviendo en la configuración institucional de su país parece identificarle también raíces en las ideas y ejecutorias del senador Joseph MaCarthy (Wisconsin, 1947-1957) y del gobernador George Wallace (Alabama, 1963-1967, 1971-1979 y 1983-1987).
(Al autor de estas líneas, por supuesto, no le es indiferente la cuestión tantas veces plateada de si Trump realmente tiene o no concepciones, referentes o paradigmas, pero debido a que tanto él como sus prosélitos han apelado al viejo “garrote” de McKinley y Roosevelt para tratar de procurarle legitimidad sociohistórica a su “agenda”, no tiene más opción que darle en este sentido el beneficio de la presunción).
McKinley, exmilitar y abogado, siendo congresista republicano en 1890 se hizo famoso por su defensa de la “McKinley Tariff” (impopular disposición que aumentaba los aranceles, considerada por él “una medida de prosperidad”) que le costó electoralmente el puesto, resurgiendo al año siguiente con una resonante victoria como candidato a gobernador de Ohio y logrando la reelección en 1893, posición desde la cual aspiró exitosamente a la presidencia en los comicios de 1896.
Encabezó una administración “dura” y seccionalista en la que hubo una notoria recuperación de las actividades financieras (llegando a adoptar el patrón oro en la moneda), la agricultura fue vigorosamente impulsada y el comercio y la industria crecieron de manera considerable, en el marco de un esquema de sociedad piramidal (con leyes claras, apoyándose en los ricos y dotando de cierta seguridad a los trabajadores blancos mientras se mostraba indiferente ante la situación de los negros) que disminuyó la agitación interna y aumentó la confianza de los hombres de negocios en el gobierno.
Durante su primer mandato, Estados Unidos emergió como una potencia y amplió su influencia en el mundo, anexándose en 1897 a Hawaii e involucrándose en varios conflictos internacionales (sobre todo con España debido a su interés en Filipinas, Cuba y Puerto Rico, que atribuyó a una revelación divina), como la sospechosa explosión el 18 de febrero de 1898 del Maine (barco de bandera norteamericana surto en el puerto de La Habana, Cuba), que daría origen a la Guerra Hispanoamericana.
En las elecciones de 1900, el Partido Republicano repostuló a McKinley, quien venció con relativa facilidad (fundamentalmente por sus éxitos económicos como gobernante y por el júbilo chauvinista que había creado en los norteamericanos la victoria frente a España en la guerra), pero no había transcurrido un año de ese triunfo cuando se produjo el atentado del 6 de septiembre de 1901 (ejecutado por el fanático anarquista Leon Czolgosz) que le costaría la vida una semana después.
La muerte de MacKinley le abrió las puertas del poder al vicepresidente Theodore Roosevelt, un joven y extravagante político de 42 años que sería un presidente muy popular en los Estados Unidos (se reelegiría en 1905), y aunque para sus compatriotas pasó a la historia como un gobernante que promovió la redistribución de la riqueza, la construcción de importantes obras materiales y un trato “equitativo” a los trabajadores, en el terreno internacional encarnó la época de expansión imperialista y dominio político que se ha conocido bajo el nombre de “Big stick” (“Gran garrote”) que, sustentada en el “corolario” a la Doctrina Monroe que lleva su nombre, resultó particularmente funesta para los países de América Latina.
Por su lado, Joseph MaCarthy fue un legislador estadounidense (senador del estado de Wisconsin), inmigrante irlandés-alemán de segunda generación, que presidió desde enero de 1953 la Subcomisión Permanente de Investigaciones del Senado para auscultar a funcionarios sospechosos de corrupción, y sin ser parte del Comité de Actividades Antiestadounidenses (creado en 1938 en la Cámara de Representantes para investigar la infiltración nazi y al Ku Klus Klan), contribuyó desde 1950 a la deriva anticomunista (y luego antiinmigrante y antihomosexual) de éste.
Cimentada en la paranoia del “pánico rojo” de los años cincuenta, esa deriva implicó la virtual adopción por parte del Estado de una política de persecución por motivos ideológicos, etnicos y de identidad sexual que, a pesar de que luego sería declarada contraria a la Constitución estadounidense, durante su vigencia fue defendida por MaCarthy, los políticos conservadores de la época y una gran parte de la población como una lucha contra los “enemigos de los Estados Unidos”, los “pervertidos” y “los auténticos valores estadounidenses”.
La “era” de Macarthy o “caza de brujas” virtualmente terminó en 1954 cuando se puso de manifiesto que las investigaciones y acusaciones de su comité “para la salvación de los Estados Unidos y la reafirmación de los valores cristianos” estaban fundadas en calumnias, mentiras y exageraciones publicitarias, y que detrás de su alegada calidad de centinela de la moral se escondía un vicioso empedernido del juego y un beodo consuetudinario (como un “político oportunista, muy ambicioso e inescrupuloso al que no le importaba la verdad”, lo ha definido una historiadora), por lo cual terminó sus días totalmente desacreditado y en el anonimato víctima de la cirrosis hepática a los 48 años.
En una época mas reciente, Wallace, ultranacionalista y aliado del Ku Klus Klan, asumió un radical y estridente discurso racista y segregacionista tratando de capitalizar el descontento de los blancos sureños de Estados Unidos frente al fallo de la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso “Brown contra la Junta de Educación”, el boicot a los autobuses de Montgomery, la orden de un tribunal federal que obligaba a la admisión de la joven negra Autherine Lucy en la Universidad de Alabama y, luego, la aprobación de la Ley de Derechos Civiles en 1964, que prohibió la discriminación por raza, color, religión, sexo, y origen nacional.
En muchos sentidos, Wallace era un populista pragmático con avispado sentido del oportunismo que promovía el desarrollo industrial, la reducción de impuestos y las escuelas comerciales por oposición a las humanistas (que sotto voce proponía cerrar), y pudo ser electo cuatro veces gobernador de Alabama en la boleta demócrata y luego candidato presidencial por el Partido Independiente Americano porque (con un discurso narcista, demagógico y rimbombantemente belicoso) siempre lograba situar bajo su liderazgo a sectores disímiles de su estado y a las grandes masas de trabajadores blancos del Sur.
El 11 junio de 1963 se produjo el famosos incidente en el que Wallace, como gobernador, intentó impedir la integración racial en la Universidad de Alabama ordenada por la Corte Suprema, por lo cual el presidente Kennedy reaccionó con inusitada firmeza enviando uniformados para garantizar el ingreso de dos estudiantes negros a ese centro educativo, y luego pronunciando por radio y televisión su famoso discurso de defensa de los derechos civiles.
Durante el período de campaña para las elecciones presidenciales de Estados Unidos de 1968, Wallace usó en su propaganda el siguiente mensaje: “Se necesita coraje. ¡Wallace lo tiene! ¿Tú lo tienes? Defiende a Estados Unidos”, presentándose como una candidato “patriótico” y de “linea dura” que desafiaba al liderazgo político tradicional y al sistema de partidos acusándolos de “corruptos”, “debiles” y de haber “hundido a Estados Unidos” con su liberalismo y sus “permisibilidades” frente a la “escoria negra” y los radicales “socialistas”.
En las primarias presidenciales demócratas de 1972, Wallace empezó a competir reiterando su discurso populista, racista, segregacionista y ultranacionalista, pero hubo de reirarse de manera forzada porque Arthur Bremer, un perturbado mental de confusas concepciones políticas, intentó asesinarle a balazos en Maryland el 15 de mayo de 1972, y a resulta de ello quedó paralizado de la cintura hacia abajo y confinado a una silla de ruedas.
En 1979 Wallace anunció que era un “cristiano renacido”, renegó de sus ideas segregacionistas, reconoció sus “errores” de juicio y, con lágrimas en los ojos, pidió perdón a los negros, sellando su arrepentimiento con la designación en 1984 de un amplio contigente de estos en la gobernación de Alabama, a la que había retornado como candidato del Partido Demócrata.
Como se puede observar, McKinley, MaCarthy y Wallace, en diferentes épocas y desde opticas no necesariamente homogéneas, representaron la misma tendencia en la política de los Estados Unidos (la chauvinista, utilitarista y “dura”, por oposición a la liberal, humanista y compasiva), pero la actual administración estadounidense parece tener “sintonía” no solo con las ideas del primero (como se ha perifoneado de manera insistente), sino también -y sobre todo- con las de los segundos.
(*) El autor es abogado y politólogo. Reside en Santo Domingo.