Aportes de la Iglesia Católica a la sociedad dominicana.
Arquidiócesis de Santo Domingo*. -Ya es una costumbre esperada cada Viernes Santo: la predicación de las Siete Palabras de Cristo en la Cruz del Calvario, realizada por sacerdotes, diáconos y laicos desde la Catedral Primada de América. Es una de las pocas ocasiones en que se denuncian, de forma clara y directa, los males que afectan a la sociedad dominicana desde todos sus niveles. La población espera estas reflexiones con la esperanza de que, providencialmente, las situaciones críticas expuestas reciban atención y respuesta de quienes tienen la responsabilidad de actuar como servidores del pueblo.
Comparto hoy la primera de las Siete Palabras que me tocó predicar hace quince años, como un ejercicio de conciencia y memoria: ¿Hemos avanzado o seguimos ciegos e indiferentes ante las carencias de la mayoría en esta tierra?
Primera Palabra de Cristo Crucificado: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).
Esta frase proviene de quien cargó sobre sí los dolores de todos. Él fue asesinado en Abel, atado en Isaac, exiliado en Jacob, vendido en José. Fue arrojado al agua en Moisés, inmolado en el cordero pascual. Se encarnó en el seno de la Virgen, fue clavado en la cruz, sepultado en la tierra, resucitado de entre los muertos, y ascendido a los cielos. Es el Cordero que no abre la boca, el que nació de María, sin mancha. Es el que resucita al hombre desde la profundidad del sepulcro. (San Melitón de Sardes)
Cristo, el Verbo del Padre, sigue predicando desde el púlpito de la Cruz. Lo hace con pocas palabras, en clave de oración. Su mirada se eleva al Padre, no por sí, sino por sus enemigos: “Perdónalos”.
Pensar ahora en quien más daño nos ha hecho… Abrir la herida, revivir el dolor. Aquel, aquella o aquellos que nos han crucificado, los que se burlaron, nos difamaron, nos vencieron con mentira. Y Jesús nos dice que perdonemos, porque Él ya nos perdonó. ¿Por qué? Porque esta es una vida sobrenatural. Prueba de que Él es el verdadero Dios y Hombre.
Lo hemos pedido durante toda la Cuaresma en la Plegaria Eucarística sobre la Reconciliación II:
“En una humanidad dividida por enemistades y discordias, tú diriges las voluntades para que se dispongan a la reconciliación. Tu Espíritu mueve los corazones para que los enemigos vuelvan a la amistad, los adversarios se den la mano y los pueblos busquen la unión. Con tu acción eficaz consigues que las luchas se apacigüen y crezca el deseo de paz; que el perdón venza al odio y la indulgencia a la venganza.”
Cristo, Hijo adoptivo de San José, se convirtió en nuestro Sumo Sacerdote. Su altar fue la Cruz, de la misma madera que quizás trabajó con sus propias manos. Allí nos ganó el Pan del Cielo (cf. Jn 6), la Eucaristía: fuente de misericordia divina, que nos da su cuerpo y sangre para el perdón de los pecados.
Los apóstoles recibieron el encargo de transmitir este perdón, ilimitado y sacrificial. Por eso, los sucesores de los Apóstoles tienen como misión:
- Confesar al que una vez negaron.
- Adorar al que despreciaron, cuyas palabras son de vida eterna. San Pablo lo dice claramente (2 Cor 5, 14-21):
“El amor de Cristo nos apremia… Él murió por todos, para que ya no vivamos para nosotros mismos, sino para quien murió y resucitó por nosotros… Nos confió el ministerio de la reconciliación… ¡Reconciliaos con Dios!”
El sacerdote gasta su vida confesando… y a veces no tiene quién lo escuche. Celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Sin esto, la fe y la Iglesia pierden sentido.
Hay una distancia enorme entre la vocación sacerdotal y la pobre respuesta que a veces podemos dar. Por eso, el sacerdote también es el primer necesitado del perdón que Cristo implora desde la Cruz. Solo quien ha sido perdonado comprende lo que significa perdonar y vivir para reconciliar a los demás con Dios.
Hoy, en nombre de mis hermanos sacerdotes, me atrevo a decir: Padre, perdónanos. Sabemos lo que hacemos cuando fallamos. Somos hombres frágiles, pero confiamos en tu gracia y tu misericordia, que es Cristo mismo, el Perdón Encarnado. En reparación de nuestras faltas, caemos hoy de bruces ante el Altar, revestidos de la Sangre del Cordero, y pedimos perdón —por nosotros y por todos—, concediéndolo también a nuestros hermanos como embajadores de Cristo.
El sacerdote, colaborador y representante del Obispo, es testigo de la misericordia de Dios. Testigo con su palabra y obras del Evangelio en la Eucaristía, la Penitencia y la caridad pastoral. Pero es también hombre frágil, limitado por una realidad social que lo supera. No siempre puede dedicar el tiempo necesario a la cura de almas porque el pueblo que le ha sido confiado vive en condiciones precarias.
La Iglesia nos orienta sobre el desarrollo humano integral en la caridad y la verdad. La caridad es la “vía maestra” de la Iglesia. Como señaló la Conferencia del Episcopado Dominicano el 21 de enero de 2010, los sacerdotes del país muchas veces deben intervenir en áreas que no nos competen directamente, pero no podemos cerrar los ojos ante el sufrimiento del pueblo.
Apoyamos todas las obras sociales posibles para aliviar, aunque sea momentáneamente, los graves problemas que padecen nuestros fieles. Vivimos entre la falta de agua, de electricidad, caminos intransitables y una contaminación sonora que impide el descanso, la oración y la meditación. Los colmadones, la propaganda, el irrespeto a la ley… afectan incluso a nuestras iglesias, escuelas y hospitales.
Y además, nos convertimos en consejeros del pueblo, para recordarles la importancia del ahorro, la honestidad, y para enfrentar, en lugares empobrecidos, el avance de bancas de apuestas, bares, billares y el tráfico de sustancias que los obispos han llamado “enemigo de la sociedad”.
La pobreza que sufrimos es fruto de la falta de proyectos de promoción humana. Muchos niños quedan solos mientras sus madres trabajan. Los ancianos están abandonados. Jóvenes dejan sus estudios porque no hay oportunidades. Y pensar que con una guardería, un asilo y un centro de capacitación laboral, todo podría comenzar a cambiar.
Pero no podemos perder de vista lo esencial del sacerdocio. Nuestro servicio es espiritual: ayudar a las almas a descubrir al Padre, abrirse a Él y amarlo sobre todas las cosas. (cf. Juan Pablo II, Homilía del 2 de julio de 1980)
Estemos atentos a las Siete Palabras de este 2025. Que ellas nos inspiren a pedir, como pueblo, justicia, desarrollo y oportunidades para todos en la República Dominicana. Padre Manuel Antonio García Sacedo