"Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros."
Jesucristo (Juan 13:34)
Continuando con nuestra serie de reflexiones en torno a la Pascua, hoy quisiéramos invitarlos a reflexionar en torno al Jueves Santo, umbral del Triduo Pascual, que trasciende la mera conmemoración histórica para erigirse como un denso compendio de significantes que interpelan la condición humana en su relación con lo divino y terrestre. Este día crucial concentra gestos y palabras que desmantelan las convenciones del poder, instituyen una nueva forma de presencia y señalan el paradigma del amor como fundamento ético. La reflexión filosófico-teológica sobre el Jueves Santo nos convoca a desentrañar la profundidad de estos símbolos, revelando una moralidad que trasciende lo inmanente, anclada en la humildad radical, el amor oblativo y la obediencia dignificante.
En primer lugar, debemos analizar la imagen del lavatorio de los pies, como significante ontológico de una subversión del sentido del poder y la primacía del servicio. Este acto inaugural de la Última Cena, narrado con particular énfasis en el Evangelio de Juan (13: 1-20), presenta una distorsión de las jerarquías establecidas: Jesús, el Maestro (Rabino), el Señor reconocido, se despoja de sus vestiduras y asume el rol del siervo para lavar los pies de sus discípulos. Este gesto, lejos de ser una mera alegoría moral, constituye una lección ontológica sobre la verdadera naturaleza de la grandeza: en un mundo donde la aspiración al dominio y la ostentación del poder suelen definir la valía, Cristo exhibe una autoridad que se ejerce en la entrega y la abnegación.
Desde la teología, la humildad de Cristo en este acto tampoco es un simple ejemplo a seguir, sino la revelación de la naturaleza misma de Dios encarnado. San Agustín lo comprendió perfectamente al afirmar que “porque con tanta insistencia nos encomendó la humildad, que para grabarla más profundamente en nuestra memoria, se dignó realizarla él mismo antes de su pasión” (Sermón 69, sobre el Evangelio de Juan). La acción de Jesús prefigura su anonadamiento en la cruz (Filipenses 2:7) donde la divinidad se manifiesta paradójicamente en la vulnerabilidad del amor servicial. Paralelamente, el Papa Francisco, eco de esta tradición, nos recuerda que “el lavatorio de los pies es un gesto que habla por sí solo: Jesús se abaja, sirve, para que cada uno comprenda que su vida, para ser auténtica, debe estar al servicio de los demás, especialmente de los más pobres, los más débiles, los más pequeños” (Homilía del Jueves Santo, 2013).
Otro gran signo de este Jueves Santo es la institución de la Eucaristía durante la Última Cena (Mateo 26:26-29 y paralelos), introduce una fractura ontológica en la cotidianidad del pan y del vino. Al declarar “Esto es mi cuerpo… Ésta es mi sangre” , Jesús establece un memorial perenne de su sacrificio, un sacramento que trasciende la mera representación simbólica. Desde una perspectiva filosófica, este acto desafía ñas categorías convencionales de sustancia y accidente, invitándonos a considerar la posibilidad de una presencia real que escape a la aprehensión puramente empírica.
Santo Tomás de Aquino, en su rigurosa sistematización teológica, abordó este misterio con la doctrina de la transubstanciación, afirmando que en la consagración, toda la sustancia del pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y toda la sustancia del vino en su Sangre, permaneciendo solo las apariencias sensibles (“Suma Teológica”, III, q.75). Esta comprensión, aunque ha sido debatida en diferentes tradiciones teológicas, subraya la realidad objetiva de la presencia de Cristo en la Eucaristía.
Recordemos que, teológicamente, la Eucaristía es el culmen del amor divino, es decir, la entrega sacrificial de Cristo perpetuada en el tiempo. Al respecto, Juan Pablo II, en su encíclica “Ecclesia de Eucharistia”, enfatizó que “la Iglesia vive de la Eucaristía, de la cual recibe continuamente la vida y el alimento para su camino. Por eso, con viva fe nos dirigimos a la Eucaristía, prenda de la gloria futura, con la cual celebramos el memorial de la Pascua del Señor, es decir, de su muerte y resurrección” .
Aquí, el Santo Padre enfatizaba que la Eucaristía no es simplemente un acto del recuerdo del pasado, sino una actualización sacramental de la presencia viva del Señor Resucitado, que nutre la comunión eclesial y fortalece la fe de los creyentes en su peregrinación terrena. Queda claro, entonces, que la participación en la Eucaristía, por tanto, se convierte en un acto de profunda incorporación a Cristo ya su sacrificio redentor.
Ahora es momento de analizar lo encontrado en Getsemaní a través del cristal de la angustia humana ante el misterio de la voluntad divina. La escena de la oración en el Huerto (Mateo: 26:36-46) revela la tensión entre la voluntad humana de Jesús y el misterio de la voluntad de Dios. Su angustia, su súplica al Padre y su aceptación final ( “No sea como yo quiero, sino como tú ) nos confrontan con la paradoja de la libertad humana ante la necesidad trascendente. Filosóficamente, este momento nos interpela sobre el significado del sufrimiento, la finitud de la existencia y la búsqueda de sentido ante la inmanencia del dolor y la muerte.
Desde un enfoque estrictamente teológico, la plena humanidad de Jesús se manifiesta en su vulnerabilidad y su lucha. Sobre este aspecto en particular, Benedicto XVI señaló que “en la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos vemos la grama del Hijo que lleva sobre sí todo el peso del pecado de la humanidad, toda la angustia por la muerte, pero al mismo tiempo la certeza filial de que el Padre no lo abandonará” (Audiencia General, 21 de marzo de 2012). Este aporte, siempre agudo por parte de Benedicto, nos ayuda a comprender que la obediencia final de Jesús no anula su libertad, sino que la eleva a un acto supremo, redimiendo así la desobediencia original.
Como último signo de este Jueves Santo vamos a remarcar la institución del mandamiento nuevo, que tiene al amor como fundamento ético y ontológico. Las palabras de Jesús en la Última Cena, "Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros. Como os he amado, así también amaos los unos a los otros" (Juan 13:34-35), dejan establecido el amor ágape como el distintivo esencial de la comunidad cristiana. Este mandamiento trasciende una mera exhortación moral para convertirse en un principio esencial que refleja la naturaleza misma de Dios y la dinámica de la Trinidad: el amor ágape, por su carácter oblativo, incondicional y de entrega total, refleja la dinámica del amor que existe eternamente entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
La teología trinitaria nos enseña que Dios es uno en esencia y trino en personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo, unidos por un vínculo de amor eterno. Este amor no es una cualidad accidental de Dios, sino su misma esencia. En su tratado “De Trinitate”, San Agustín analiza la naturaleza del amor como un vínculo que une a las tres Personas divinas : “Así pues, cuando amamos a Dios y al prójimo por Dios, se sigue que amamos a Dios con el amor con que nos ama. Porque el Espíritu de Dios se derrama en nuestros corazones, por el cual amamos a Dios y al prójimo; Lib. XIV, Cap. XVIII, 24). En pocas palabras, para Agustín el amor que se nos infunde por el Espíritu Santo es una participación en el amor mismo de Dios, el mismo amor que una a las Personas de la Trinidad.
El amor con el que Jesús nos ama, y que nos manda a amarnos mutuamente, participa de esta dinámica trinitaria. Su entrega en la cruz es la manifestación suprema de este amor ágape, un amor que se dona completamente por el bien de los demás, siguiendo el ejemplo del Padre que entrega a su Hijo (Juan 3:16) y del Hijo que se ofrece libremente por la salvación de la humanidad. El Espíritu Santo, a su vez, es el vínculo de amor entre el Padre e Hijo, y es también el Espíritu derramado en nuestros corazones (Romano 5:5) que nos capacita para amar con este mismo amor divino.
Por su parte, Santo Tomás de Aquino, al hablar de la caridad (sinónimo de ágape en la tradición teológica), la considera la forma de todas las virtudes y la participación del amor divino en la criatura racional. En su Suma Teológica, afirmaba que “la caridad, por encima de todo, une el alma a Dios, y por esto se dice que vive en Dios y Dios en ella, según aquello de 1 Juan 4, 16: “El que permanece en la caridad, permanece en Dios y Dios en él” (Suma Teológica, II-II, q. 23, a. 1). Esta unión con Dios a través de la caridad nos introduce también en la precitada dinámica del amor trinitario, capacitándonos para amar a los demás con el mismo ejemplo de amor con el que Dios nos ama.
Por lo tanto, el “como yo los he amado”, del mandamiento nuevo, no es simplemente una invitación a imitar un ejemplo humano altruista, sino una participación en el amor divino que fluye de la Trinidad. El amor ágape, tal como lo revela Jesús, tiene su fuente y modelo en el amor eterno e incondicional que une al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo: al amarnos uno a otro, con este amor, nos insertamos en la dinámica misma de la vida divina y manifestamos en el mundo la comunión trinitaria.
Asimismo, este precepto no se limita a una mera renovación de la ley antigua del amor al prójimo (Levítico 19:18), sino que introduce una cualidad radicalmente nueva en la comprensión y la práctica del amor: el ágape , un amor incondicional, oblativo y fundamentado en el ejemplo del mismísimo Cristo. Para comprender este concepto, es preciso que nos remontemos a la filosofía griega, que en su moral distinguía diversas formas de amor, como el eros(deseo apasionado), la philia (afecto fraternal) y el storgé (cariño familiar). El nuevo testamento adopta el término “ ágape” para describir el amor distintivo de Dios hacia la humanidad y el amor que Jesús encomienda a sus seguidores. Este “ágape” no se basa primordialmente en la atracción o en el sentimiento, sino en la voluntad deliberada de buscar el bien del otro, incluso hasta el sacrificio personal.
En su teología del amor, San Pablo ofrece una descripción elocuente de las características del ágape en su Primera Carta a los Corintios: “El amor es paciente, es bondadoso; el amor no tiene envidia, no es jactancioso, no es arrogante; no se porta indecentemente, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se alegra de la injusticia, sino que se alegra con la verdad; todo lo soporta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo perdona. El amor nunca deja de ser.” (1 Corintios 13: 4-8). Esta definición paulina pone el foco en la naturaleza activa, desinteresada y perseverante del ágape, un amor que trasciende las emociones fluctuantes y se arraiga en la firme decisión de amar como Cristo amó.
En términos de la práctica, este mandamiento es la esencia del discipulado cristiano. San Pablo exhorta a la comunidad a “llevar los unos las cargas de los otros, y cumplid así la ley de Cristo” (Gálatas 6:2), mostrando que el amor fraterno es la manifestación concreta del amor de Dios en el mundo. Paralelamente, Santa Teresa de Calcuta, con su vida dedicada al servicio de los más necesitados, encarnó este mandamiento nuevo, comprendiendo que el fruto del silencio es la oración; el fruto de la oración es la fe; el fruto de la fe es el amor; el fruto del amor es el servicio y el fruto del servicio es la paz. En su obra, queda testimoniado a fuego que el amor cristiano se traduce en acciones concretas, cotidianas y persistentes, de entrega y compasión permanente.
El Jueves Santo, lejos de ser una mera efeméride litúrgica, se revela como un denso entramado de signos que desafían nuestras categorías filosóficas y teológicas. El lavatorio de los pies subvierte las lógicas del poder terrenal, la Eucaristía irrumpe en la realidad cotidiana con una presencia trascendente, Getsemaní exponen la tensión entre la libertad humana y la voluntad divina y el mandamiento nuevo del amor se erige como el fundamento ético y ontológico de la existencia propiamente cristiana. Al desentrañar la profundidad de estos símbolos, el Jueves Santo nos invita a abrazar una ética trascendente, arraigada en la humildad, el amor sin límites y la obediencia a un misterio que nos sobrepasa y nos transforma. Queridos lectores, que la grandeza de estos signos iluminan nuestra comprensión del misterio pascual y nos impulsan a vivir una fe encarnada en el servicio y el amor radical.